noviembre 14, 2024

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#Si Sostenido

Peyote | Columna de G. Carregha

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Criticaciones

 

SINÓPSIS: Un hombre hundido en la depresión y las drogas se aprovecha de la inocencia de un alumno de preparatoria para convencerlo de ir en busca de peyote con la intención de abusar sexualmente de él en este bello video promocional turístico de Real de Catorce.

Cada que se acerca algún fin de semestre, la fachada externa de Zona Universitaria se tapiza con carteles realizados por los estudiantes de diseño gráfico ahí esclavizados. La idea, supuestamente, es presumir con este desfile de vectores genéricos el nivel que tienen los aspirantes a profesionales del Photoshop durante sus años formativos dentro de la “máxima casa de estudios del estado”. Para no ahogarse en los problemas inherentes del libre albedrío, el enemigo natural de la autonomía universitaria, y poder presentar los resultados de manera ordenada, lo más común es que se le dé al alumnado un tema en el cual basarse para hacer su obra. En pos de representar la creatividad local, cada año repiten el mismo tema “para ti, ¿cuál es la identidad gráfica de San Luis?” o “en tres vectores, ¿cómo ves tú a San Luis Potosí?” Como resultado, más de tres cuartos de estas imágenes termina representando o un peyote o la caja del agua. Los más osados, a pedido expreso de sus maestros, mezclan ambas iconografías para crear algo, increíblemente, todavía más cliché.

Desafortunadamente, este no es un lugar común exclusivo de las recomendaciones docentes, sino algo que permea en lo más profundo de la sociedad local avocada a la cultura. Tanto así que, en la vida de cualquier artista que se tenga tan poco respeto hacia sí mismo como para mantenerse residiendo en la ciudad de San Luis Potosí, siempre llegará un momento en el que, por alguna u otra razón, será menester crear una pieza que haga alusión a la ciudad que los reta a mantenerse con vida. Invariablemente, como si la idea fuera el resultado de un programa ejecutable incrustado en sus mentes desde la adolescencia, más de uno se decantará por basar su obra en la imagen del peyote. Puntos extra si éste viene cubierto o acompañado de patrones huicholes.

A estas alturas de la vida, la sola presencia focal de este símbolo es la manera más sencilla de saber que el artista en cuestión ya no tiene –o en su defecto, nunca tuvo– nada que decir. Es la ordinariez a la que arriban los creadores de contenido para gritar a todo volumen: “lo único que creo que representa a esta ciudad es la droga que los junkies les roban a los huicholes para tener un tema de conversación en las fiestas”. Y, aunque es completamente cierto que, como ciudad, lo único que tenemos para ofrecerle al mundo exterior, además de dicha planta alucinógena, es mano de obra barata para las fábricas transnacionales, siempre existe la posibilidad de evitar lugares comunes en el quehacer diario del arte. Más es difícil no tomar la salida fácil al momento de crear sólo por crear.

Con todo esto fresco en nuestra mente, es hora de hablar de la ópera prima de Omar Flores Sarabia, Peyote.

He sabido sobre la existencia de esta película durante años, años que han parecido eternidades sumándose la una con la otra hasta causar la completa devastación de mi psique espacio-temporal. Desde 2012, por alguna u otra razón, ciertas personas clave de mi vida lograban insertar ya fuera al autor de la película o su título en conversaciones que, véase como se les viera, no tenían relación alguna con esos temas. Aunque, habiéndola visto finalmente, es muy posible que más de la mitad de estas interjecciones de diálogo estuvieran refiriéndose a la planta y no al filme. En retrospectiva, eso haría que frases como “Experimentar Peyote me cambió la vida” finalmente tengan sentido.

De cualquier manera, ya fuera porque tengo una tendencia inusual por rodearme de gente que honestamente sigue creyendo que consumir alucinógenos es un rasgo válido de personalidad, la película era un constante latente en mi vida. Escuchaba sobre ella cuando me sometí a la penosa necesidad de regresar al alma mater que me escupió de vuelta al mundo real con menos conocimiento en mi cabeza que con el que entré. Ya fueran menciones honoríficas hechas por asesores de tesis enorgulleciéndose del primer director de cine real que egresaba de sus clases, ya fueran comentarios admirativos soltados al azar dichos por jóvenes que aún no atravesaban la edad en la que sabes que jamás serás alguien en esta vida, las palabras Peyote y Omar Flores Sarabia no dejaban de repicar en mis oídos. Difícil no sentir curiosidad alguna cuando una leyenda a voces sordas se mantiene viva por más de medio lustro.

Sin embargo, muy a pesar de cuánto decidiera esforzarme en conseguir visionarla, nunca pensé que Peyote lograría abandonar el cliché de película independiente mexicana al que se unió desde su concepción – es decir, una película que jamás se estrenaría de manera comercial, cuya distribución en DVD se reduciría a “solo está disponible si conoces al director y él quiere quemar su DVD para darte una copia”, una película que la cineteca mencionaría como un “y además existe esta cosa”, que jamás nadie se atrevería a subir a plataforma alguna de streaming que no fuera “el canal de YouTube del autor.” Sería, como la mayoría de los productos financiados por FIDECINE, una película que existía solo para ser citada en algún trabajo de investigación donde se habla de la producción local, una nota al pie de página en la exposición artística de la vida de su creador.

Pero entonces nos llegó la pandemia – la época en que la ansiedad y el tiempo libre sobraban. E IMCINE vio cómo la gente se veía obligada a pasar más horas de lo normal frente a su computadora, así que tuvo una idea: “¿Por qué no liberamos todas esas películas que tenemos enlatadas en el sótano, esas que ni siquiera nosotros queremos ver, para que las puedan ver gratis los mexicanos y tengamos más tráfico en la página?” Fue así como, perdida entre opciones como Atlético San Pancho, Ocean Blues y Revista De La Universidad, arrojaron sobre nosotros Peyote. No hubo pompa, no hubo platillo, ni anuncio, ni marketing. Sólo un sitio web actualizado que un día no la ofrecía y otro sí.

Después de tanto buscarla en segundo plano, Peyote estaba ahí, frente a mí, en la página principal de Filminlatino. Era como si alguien, en alguna parte del multiverso finalmente hubiera cedido a mi búsqueda y dijera, “mira, ten, aquí está esa película de la que tanto has oído hablar, vela de una vez para que sepas si la anticipación de tantos años ha sido bien infundada”.

Cuando le puse play a la película recordé el fanatismo que empezó a permear incluso en el apartado académico de mi universidad cuando apenas fue del conocimiento popular que la película se estaba fraguando. En cualquier clase, sin importar el tópico que nos competía, los docentes en turno siempre encontraban una manera de colar las palabras “Omar”, “Flores” y “Sarabia” dentro de su cátedra. Y, cada vez, se iluminaban los ojos del maestro de cuya boca hubiera salido ese nombre, como si acabaran de lanzarnos una bendición. Invariablemente miraban hacia el horizonte al paladear las palabras, sus caras a punto de colapsarse en un torrente de lágrimas cargadas con un orgullo inimaginable, como si la existencia de Omar validara su existencia como catedráticos de una universidad que lleva años produciendo más comunicólogos mediocres de los que el mundo puede soportar.

            “Disculpe la interrupción, maestra”, dije un día tras dos meses de continuar en el epicentro de esta rutina autoimpuesta por el orgullo autónomo que era incapaz de resolver mis dudas por sí sola, “pero ¿qué tiene que ver ese tal Omar con el tema de la Agenda Setting?”

            “¡Flores Sarabia es el director de cine que lleva en alto el emblema de esta escuela en su corazón y se lo muestra al mundo! ¡Su existencia es la celebración de 25 años que esta universidad siempre supo merecía!”

            “Bueno… Eso responde el cincuenta por ciento de mi duda, por lo que, en reciprocidad numérica, le doy las gra.”

A quien no quiero darle ni siquiera las gra es a la experiencia que me dio Peyote, porque a lo largo de sus setenta minutos de duración que se sienten como el doble, la película se tomó la molestia de no decirme nada. Por lo que vi durante mi sesión de visionado, creo que intenta presentar una colección de imágenes de carácter tan bonito como vacío que, supuestamente, cuentan una emotiva historia de amor fugaz que debe calentarnos el corazón hasta que hagamos “awwwww” en el final. Pero, claro, eso sólo sucederá si la audiencia es de la opinión que la de 17 Años de Los Ángeles Azules es una tiernísima carta de amor bailable.

El problema principal de Peyote es el mismo que sobreviene a todos los narradores audiovisuales entre los 18 y 23 años. Si no lo somos nosotros secretamente, entonces todos, en algún momento de la vida, hemos conocido a algún cinéfilo empedernido y mamador, aquel ser que se desvive tirándole alabanzas a la filmografía de Ingmar Bergman o algún otro nombre escandinavo impronunciable a pesar de que no esté muy seguro de qué intentaba decir a través de sus películas. Sin embargo, sabe que se ven bonitas, por lo tanto, asume, el secreto del buen cine es crear imágenes hermosas – si transmiten algo o no, es secundario, si están bien editadas o cuentan una historia, son extras. Lo importante es crear imágenes bonitas y punto.

Así es como obtenemos películas en donde, por poner algún ejemplo, nos vemos sometidos a ver cuatro minutos de un adolescente semidesnudo replicando una pelea de Dragon Ball Z con verduras. O donde la relación amorosa comienza cuando un sujeto en aparente estado de drogadicción obliga a un adolescente que lo videograba a invitarle tacos para comenzar a seducirle. Así obtenemos una película entera donde uno de los protagonistas se ríe de manera autómata e inhumana porque el director no sabe cómo funcionan las relaciones humanas ni sabe gritar “corte” a tiempo. Películas así, donde escenas de personas incapaces de actuar como personas son intercaladas con metáforas obvias de protagonistas atravesando túneles literales cuando se lanzan al abismo del siguiente punto de la trama. Algunos las llaman óperas primas con un lenguaje cinematográfico hermoso, otros les decimos “agarré la cámara para practicar y salió esto” –sentimiento reflejado a la perfección en la secuencia final de la película: un segmento de montaje de escenas grabadas en cámara de video que, a juzgar por la música, deberían evocarme una sonrisa o, al menos, hacer que mi corazón se sonroje.

Lo único que logra es recordarme qué tan malgastado fue el tiempo de mi vida que le regalé a la película. Lo supe desde el primer corte malogrado, desde la primera vez que se rompió la regla de 180°, y lo confirmé cuando intentaron hacer que los Froot Loops azules fueran un símbolo de la inocencia perdida.

Peyote puede resumirse como la versión fílmica del “legalicen a las de 16” de los onvres, pero en homosexual. Y, de alguna forma, debemos de pensar que este sentimiento en audiovisual es algo súper bonito y súper progresivo. ¿Viva el estupro? ¿Qué bonito es aprovecharte de los de prepa cuando son vírgenes? ¿Acosar sexualmente a alguien y hacerle creer que es su decisión está bien si lo haces por depresión? A decir verdad, no estoy muy seguro cuál es el mensaje con el que Omar intenta puntuar su primer largometraje, pero ninguna me parece respetable.

“Después de siete años, ya con la sabiduría de haber vivido más años, honestamente, ¿qué te parece Peyote?”

“Tibia. Un ejercicio a medias”.

Se puede decir, entonces, que es un producto digno de la universidad autónoma que intentó formar a Omar en lo que a lenguaje audiovisual respecta.

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Cómo calificar un altar de muertos | Columna de León García Lam

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VOLUTA IX.

La antropología (eso piensa una buena parte de la población) es una ciencia sin gran aplicación práctica. Sirve, entre otras muy pocas cosas, para determinar al ganador del concurso de altar de muertos que se organiza cada año en cada escuela de México. En mi flaco currículum, durante mis pininos profesionales se amontonan los reconocimientos que dicen más o menos así:

La escuela Bomberos Heroicos perteneciente al SEER otorga el presente reconocimiento al Mtro. (en ese mundo todos somos maestros) León García Lama por su valiosa participación como jurado en el TRADICIONAL CONCURSO DEL ALTAR DE MUERTOS “INNOVANDO NUESTRAS TRADICIONES”. Luego viene un lema como “El saber se forja con el conocimiento de cada día”, a 31 de octubre de (cualquier año entre 1997 y el 2012). Firman: autoridades escolares.

Por esa razón, estimadas y estimados tres lectores de la Voluta, les lego la sabiduría que se adquiere al ser jurado, año tras año, de la verdadera tradición de México que no es poner un altar, sino el concurso “para que no se pierdan las tradiciones”.

Bueno, no lo haré, sino hasta el próximo año (si es que) porque en este 2020, no se realizará ningún concurso “tradicional”, aunque paradójicamente es el año con más muertos que hemos tenido en la historia de México: 40,863 muertos por violencia; 139 153 por causas asociadas al COVID más los muertitos de causas “normales” dan la escalofriante y huesuda cifra de 193 170 muertes, dicho conservadoramente por las instituciones oficiales (CENAPRECE).

 

Cómo poner un altar de muertos

Lo más importante ya lo tenemos: los muertitos. Lo segundo más importante también: el hambre de tamales. Ponga una mesa y una caja pegados a la pared, simulando una pirámide de tres pisos que es una representación del mundo. ¿El mundo tiene tres pisos? Sí y trate de no hacer preguntas. Un altar digno presume dos características: cuida la simetría y está organizado en montones de 2, 3 y 4 cosas ¿por qué? Pues ya le dije: no haga preguntas. Usted ponga en las esquinas 3 naranjas, en un platito 4 tamales y otros tantos plátanos de alfeñique, 2 panes de muerto en cada lado de su altar. La lógica obedece así: si usted fuera muerto ¿qué necesitaría? Un chocolate, unos cigarritos (allá en el mundo de los muertos todos fuman, incluso los que murieron de enfisema), una cervecita, un camote, un dulce de chilacayote. La imagen es etérea como los recuerdos, una fotografía ayuda, no al difunto a reconocerse, sino a saber que las ofrendas son para él o para ella y que puede invitar a sus compitas. Se sabe de diálogos así:

–¿A ti qué te pusieron, tú?

–Unas guayabas, un vaso sin nada, otro con tierra, otro con agua y una veladora (quesque los cuatro elementos), un puño de sal y un caminito de cempasúchil.

–No, pus te fue bien, a mí no me pusieron nada, pero la chaviza se andaba pintando la cara como osos panda, que porque “es la tradición”.

–Acá pusieron tamalitos, taquitos de pastor, atole, cafecito, frutas y dulces.

–¿Dónde dónde?

 

La poesía

Nocturno en que habla la muerte

Xavier Villaurrutia

 

Si la muerte hubiera venido aquí, conmigo, a New Haven,

escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,

en el bolsillo de uno de mis trajes,

entre las páginas de un libro

como la señal que ya no me recuerda nada;

si mi muerte particular estuviera esperando

una fecha, un instante que sólo ella conoce

para decirme: “Aquí estoy.

Te he seguido como la sombra

que no es posible dejar así nomás en casa;

como un poco de aire cálido e invisible

mezclado al aire duro y frío que respiras;

como el recuerdo de lo que más quieres;

como el olvido, sí, como el olvido

que has dejado caer sobre las cosas

que no quisieras recordar ahora.

Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:

estoy tan cerca que no puedes verme,

estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.

Nada es el mar que como un dios quisiste

poner entre los dos;

nada es la tierra que los hombres miden

y por la que matan y mueren;

ni el sueño en que quisieras creer que vives

sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;

ni los días que cuentas

una vez y otra vez a todas horas,

ni las horas que matas con orgullo

sin pensar que renacen fuera de ti.

Nada son estas cosas ni los innumerables

lazos que me tendiste,

ni las infantiles argucias con que has querido dejarme

engañada, olvidada.

Aquí estoy, ¿no me sientes?

Abre los ojos; ciérralos, si quieres.”

 

Y me pregunto ahora,

si nadie entró en la pieza contigua,

¿quién cerró cautelosamente la puerta?

¿Qué misteriosa fuerza de gravedad

hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?

¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,

la voz de una mujer que habla en la calle?

 

Y al oprimir la pluma,

algo como la sangre late y circula en ella,

y siento que las letras desiguales

que escribo ahora,

más pequeñas, más trémulas, más débiles,

ya no son de mi mano solamente.

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LA ALEGRIA | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas.

«¿Sabes, Hump? –confiesa el héroe de una de las novelas de Gilbert K. Chesterton, el gran polemista inglés-, los hombres modernos tienen una idea muy equivocada de la vida. Parece que esperan de la naturaleza lo que ésta nunca ha prometido darles y, mientras tanto, destruyen todo aquello que en realidad les da.
En las iglesias ateas de Ivywood todos hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de alegría absoluta y de corazones que laten por todos, pero no por ello tienen un aspecto más alegre que los demás… Yo no sé si Dios entienda por felicidad el gozo que todo lo comprende y todo lo supera, pero Dios quiere que cada hombre tenga su alegría, y yo tengo toda la intención de no dejármela robar».

Para ser sincero, yo también he escuchado muchos discursos como el de las iglesias ateas de Ivywood, y no precisamente en las iglesias ateas de Ivywood; también yo he oído cientos de sermones que hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de corazones que laten por todos, y acaso no sólo los haya oído, sino tal vez incluso pronunciado. Lo que no sé es si modificando el texto de Chesterton y escribiendo «parroquias cristianas» allí donde él sólo dijo «iglesias ateas» cambiarían mucho las cosas.

Los cristianos hablamos de resurrección, de vida perdurable, de providencia o cuidado de Dios, de amor sin límites, pero no por eso vivimos más contentos. Todo parece indicar que los creyentes nos tomamos bien poco en serio lo que nos dicen nuestro pastores en sus –a menudo largos y muy aburridos- sermones. Sí, hemos de confesarlo bajando la cabeza: en nuestras iglesias, las homilías son saetas que esquivamos lo mejor que podemos… Cuenta Julien Green en un librito suyo titulado Liberté que hubo en París no hace mucho tiempo una dama de la alta sociedad que cada vez que iba a Misa advertía con severidad a su sirvienta: «Si el señor cura predica sobre la fe o sobre el perdón de los pecados, me dejas dormir; pero si habla de María Magdalena, me despiertas». Ella, como quiera que sea, iba a la iglesia únicamente a cumplir, y, por supuesto, a dormirse.

«Voy a definirle lo contrario de un pueblo cristiano –dice el párroco de Torcy en esa gran novela de Georges Bernanos que es su Diario de un cura rural-: lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos. Acaso me objete usted que la definición tiene muy poco de teológica, pero basta para hacer reflexionar a los caballeros que bostezan los domingos en Misa. ¡Claro que bostezan! No querrá que en media hora semanal, la Iglesia pueda enseñarles la alegría. E incluso si se supieran de memoria el Catecismo de Trento, no estarían probablemente más alegres».

Y sí, la verdad es que la fe debería tener el poder de hacernos más alegres, más sonrientes, menos hoscos. Un cristiano no debería atreverse a salir a la calle si antes no ve reflejado en el espejo un rostro resucitado.

Cuando, hace ya muchos años, leí por primera vez La farisea de François Mauriac, cómo se me quedó grabado lo que dijo uno de los personajes al referirse a una antipática señora que andaba por allí cerca y que se las daba de muy católica: «Lo que voy a decir puede asustarte, pero pienso que es mejor ser una bestia inmunda que tener la clase de virtud de Brigitte Pian». ¡Dios mío, qué frase más dura! Y; sin embargo, es preciso reconocerlo: sí, hay en este mundo gente muy católica, lo que se dice muy católica, pero al mismo tiempo muy insoportable y muy antipática. ¿Por qué se avergüenzan de mostrar un rostro atractivo y jovial? ¿Qué se lo impide?

A estas personas habría que recordarles lo que escribió una vez Andrew M. Greeley en uno de sus libros: «Las personas que creen en la resurrección deben ser gente alegre, y los cristianos católicos que tienen una visión relativamente más benigna de su naturaleza que nuestros hermanos separados, tienen que ser una congregación de gente más alegre, más jovial y más bromista. Todo lo que tengan de graves, de ásperos, de severos lo tienen de fallo como católicos… La Iglesia necesita hombres que tengan visión. Necesita hombres jubilosos, alegres y de corazón fuerte que caigan en la cuenta de que, a pesar de lo desesperada que pueda ser la situación, nunca se la debe permitir que se ponga seria; y aunque puedan extinguirse las luces, siempre hay esperanza de que vuelvan a encenderse». La excesiva severidad no siempre es signo de seriedad; a menudo es más bien muestra de una soberana estupidez.

San Pablo, poco antes de poner punto final a la carta que dirigió a los filipenses, les amonesta así: «Como cristianos, estén siempre alegres: se lo repito, estén alegres. Que todo el mundo note lo comprensivos que son. El Señor está cerca, no se angustien por nada» (4, 4). ¿Por qué esta insistencia del apóstol en cosas tan aparentemente secundarias como la alegría? ¿Por qué les dice una y otra vez que estén alegres? ¡Ah, bien sabía él lo propensos que somos los cristianos a dejarnos llevar por la tristeza y a andar por las calles de la vida mostrando un rostro de amargura!

¿Ha leído usted una famosa pieza teatral de Paul Claudel (1868-1955) titulada El padre humillado? Pues bien, en esta pieza hay una escena en la que el Papa envía este mensaje a Oriano de Homodannes: «Oriano, hijo mío, haz comprender a los hombres que no tienen otra cosa que hacer en el mundo que estar alegres. Hazles entender que la alegría que nosotros conocemos y estamos encargados de transmitir no es una palabra vaga o un insípido lugar común de sacristía, sino una noble, deslumbrante, íntima y profunda realidad, en cuya comparación lo demás no vale nada. Esta alegría es algo humilde, material, atrayente, como el pan que se apetece, como el vino que nos parece bueno, como el agua que nos hace morir cuando no nos la dan, como el fuego que quema, como la voz que resucita…».

¡Ah, sería necesario que el Papa nos enviase una carta en la que nos hablara largamente sobre la conveniencia de la alegría! No sé, tal vez sólo entonces nos la tomaríamos un poquito más en serio…

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Un cohete potosino para el padre de un robot pianista | J.R. Martínez/ Dr. Flash

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EL CRONOPIO.

El 14 de marzo de este dramático dos mil veinte, en pleno inicio de la crisis del coronavirus en San Luis Potosí, se lanzaba después de cuarenta y ocho años, un cohete en Cabo Tuna. El municipio de Charcas sería el testigo de esta histórica fecha, pues el cohete de combustible sólido Fénix 2, es uno de nueva generación que recupera el proceso histórico en el diseño de cohetes en el país y en especial en nuestro estado.

El cohete fue desarrollado por el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre y el Instituto de Física de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con ello Cabo Tuna vuelve a marcar hitos en la historia de la ciencia y tecnología mexicana.

El programa Cabo Tuna inició en 1957 en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con el lanzamiento del primer cohete diseñado y construido en México, el Física I, lanzado el 28 de diciembre de 1957. El programa tuvo un receso en 1972 y cuarenta y seis años después reinicia con el nuevo programa “Cabo Tuna, hacia un programa espacial mexicano”, impulsado por el Instituto de Física de la UASLP y el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre.

El cohete lanzado en Charcas lleva el nombre de Cohete Fénix I-2 “Alejandro Pedroza Meléndez”. Dedicado al Dr. Alejandro Pedroza Meléndez, por su contribución al desarrollo del área aeroespacial en México, así como a la tecnología mexicana.

Alejandro Pedroza Meléndez es un científico mexicano nacido en Villa de Arriaga, San Luis Potosí, se formó en el Instituto Politécnico Nacional y posteriormente ingresó como investigador en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla donde fundó el Laboratorio de Semiconductores, ahí, bajo su dirección, se construyeron una gran cantidad de dispositivos biomédicos y donde se desarrollaron las primeras celdas solares con calidad espacial en el país. Fundó además el Laboratorio de Microelectrónica, que fue un referente para el desarrollo de la microelectrónica en México; en dicho laboratorio se diseñó y construyó con tecnología nacional, la instrumentación necesaria para la fabricación de microcircuitos. Después se creó la sección de bioelectrónica para aplicarlos a instrumentos médicos.

A los microcircuitos fabricados en el Laboratorio se les dio una aplicación social inmediata en las primeras manos biónicas mexicanas, en los primeros estimuladores óseos mexicanos y en los primeros marcapasos mexicanos.

Alejandro Pedroza y su equipo desarrollaron los primeros microprocesadores en México, con los cuales fue construido el famoso Robot Pianista “Don Cuco el Guapo”, que en la década de los noventa visitó varias veces San Luis Potosí, ofreciendo conciertos en el Teatro de la Paz y en el teatro Carlos Amador, dentro de nuestros eventos de divulgación científica.

Fue director del programa de desarrollo del primer satélite experimental mexicano SATEX-I, donde participaron más de setenta investigadores de once instituciones de educación superior del país.

Alejandro ha recibido reconocimientos en su estado natal: Trayectoria de Éxito en el 2015 y Científicos Potosinos en 1994, en el marco del IV Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia que nos tocó organizar, aquí en San Luis Potosí.

Por toda esta labor en beneficio de la sociedad mexicana, por el camino de la ciencia y la tecnología, se le asignó su nombre al cohete Fénix que perturbara el apacible cielo del altiplano potosino hace siete meses.

 

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