julio 3, 2024

Conecta con nosotros

#Si Sostenido

Baba Yaga: Terror Of The Dark Forest (2020) | Columna de G. Carregha

Publicado hace

el

Baba Yaga

Criticaciones

 

El suicidio está sobrevalorado. Lo que antes era un arte es, ahora, algo menos que un punto argumental de poca monta en la existencia de cualquier persona en el universo.

En lo que viene llamándose “hoy”, la vida vale aún menos que cuando José Alfredo Jiménez descubrió el hilo negro del bodrio de existir en forma de canción. Lejos quedaron los días en los que morir significaba algo. Es un mero recuerdo del mundo antiguo en el que, incluso, se podía apostar la vida en un juego de ruleta rusa para evocar las memorias de la buena época de Vietnam. 

Ahora, no somos más que numeritos en un sitio web encargado de recordarnos lo frágil que es la vida. Las muertes diarias se proyectan en forma de contadores, como si se estuviera averiguando el número de chupadas necesarias para llegar al centro de una Tutsi Pop.

Jugarse la vida se ha convertido en una actividad de recreo. Algo tan inútil como el honor o las causas que son más grandes que uno mismo no son suficientes para que alguien se atreva a apostar algo de tan poco valor monetario como la vida. El mazacote de gente actual, aquella que representa el futuro de la nación, prefiere jugarse la vida por algo más comercial, más insulso, más duradero. Algo como una película de terror rusa doblada al inglés con subtítulos en español proyectada en un cine mexicano en mitad del supuesto pico de la pandemia, por ejemplo.

SINÓPSIS: Una malévola madeja de hilo rojo intenta comer niños en su tranquila cabaña en el bosque, lo cual lograría de no ser por esos chicos entrometidos y su estúpido vagabundo.

“El acto de ir al cine durante esta época de la historia humana es una acción en igual partes valiente y estúpida. Es un grito de guerra que anuncia, sin tapujos, que apoyar a la industria del entretenimiento es más valioso para algunos que la vida misma. Es irrisoria la idea de que alguien quiera exponerse ante el apocalipsis microscópico a la puerta de su hogar sólo para ver una película que podría descargarse en línea en un segundo. Quizás, y aplicando una corriente de pensamiento meramente teorética, podría comprenderse esta falta de amor para con uno mismo si existiera la promesa de ser parte de lo que los tráilers llaman “el evento cinematográfico del año” – es decir, la última producción del director de moda, el punto final de una saga cinematográfica que inició hace una década o lo que sea que haya sido CATS. Fuera de estas opciones, es justo decir que, ir al cine durante este periodo, es una de las decisiones más idiotas que alguien podría tomar.”

Reí al leer para mis adentros estas líneas que escribiera dentro de los comentarios de algún grupo de discusión de Facebook hacía apenas dos días. En aquel lejano entonces, me sentaba en un trono de superioridad moral en vez de en la silla de la sala de cine en la que estaba en ese momento, esperando impacientemente que comenzara la función de Baba Yaga, una película que no sabía que existía hasta hacía media hora. Las risas apagadas que soltaba desde la garganta empezaron a inflar y desinflar el interior de mi cubrebocas, llenándolo de manchas de saliva que se alcanzaban a ver desde afuera, cosa que llamó la atención de mi vecina a dos sillas de distancia. Me miraba con lo que, asumo, era una parte de curiosidad y dos de asco, más me fue difícil interpretar su expresión sin poder ver su boca.

“No, nada”, le dije, “aquí riéndome de cómo pensaba hace dos días que los que vienen al cine a mitad de la pandemia son unos subnormales.”

La vecina, tras enseñarme su ceño fruncido, decidió recorrerse otras tres sillas hacia la derecha con tal de mantener una sana distancia entre el desprecio que ahora sentía por mí y mi persona. Si existiera el Lysol psicológico, me imagino hubiera intentado lobotomizarme con él en ese momento.

Mientras pensaba en lo ridícula que se había visto la mujer, las luces de la sala se apagaron por completo. El ambiente se llenó del sonido de un proyector digital al que no le han sacudido el polvo por tres meses. Entre la penumbra alumbrada simplemente por anuncios de la cadena de cines mostrándonos a sus empleados cubiertos en plástico de pies a cabeza como si aquello fuera una imagen alentadora, miré hacia mi alrededor. Éramos, aproximadamente, doce personas las que decidimos asistir a las 8 de la noche de un martes al cine para ver una película de terror

Me sentí agradecido pues, debido al continuo trote del jinete del apocalipsis de la peste 3.0, la experiencia de ir al cine de pronto había subido de categoría. Aún si la sala hubiera estado a su capacidad máxima legal, no había manera jurídica de justificar ante PROFECO la presencia de más de 38 personas allí. Por primera vez en muchos años me sentí con el privilegio de poder disfrutar una ida al cine sin pensar en cuán probable sería que conociera de primera mano el olor de un sobaco ajeno empapado o me meciera al ritmo de las patadas del vecino de atrás en contra de mi respaldo. La perfección estaba, finalmente, llegando a las salas de cine.

A pesar de mi falta de interés previo por la película, sonreí tan amplio como el resorte de mi cubrebocas lo permitía. Me acomodé sobre mi asiento y suspiré contento. Y, así, la primera escena de la película apareció en pantalla. Una versión más cuadrada de Freddy Highmore estaba parado en una calle abandonada y oscura. Del lado opuesto, una niña de cabello oscuro caminaba hacía él envuelta en el sonido de unos tacones moviéndose dentro del cuarto con más eco de la civilización humana, una imagen sonora en completa asincronía con los zapatos de alumna de secundaria que llevaba puestos, su respectiva suela plana incluida.

“Como que algo no cuadra, ¿no?”, le comenté a la vecina lejana sin siquiera dignarme a voltearla a ver. “¡Shhhhh!”, me contestó, en lo que pude identificar como una clara sílaba de apoyo.

Los dos personajes iniciaron un diálogo para interrumpirme. La extrañeza que sentía no hizo más que aumentar. No sólo las voces no parecían ir a tono con la forma física de los seres humanos en pantalla, sino que tampoco había algún tipo de sincronización con sus labios. Una bandera roja salto de inmediato en mi cerebro. Posiblemente, quise imaginar, siendo esta una producción de horror, se había decidido jugar con el sonido como una manera de agregarle una pizca de paranormalidad sonora a la producción. Eso, como descubrí segundos más tarde, fue nada más que ilusiones vanas de mi parte.

Lo que en realidad sucedía se llamaba avaricia –o tacañería, dependiendo cómo se le quiere ver. Algún ejecutivo de Cinépolis, en su prisa por rellenar la cartelera endémica de su empresa, descubrió que era más barato comprar los derechos de proyección de una película doblada en Estados Unidos que los de su versión original. Y, a juzgar por la calidad de actores de doblaje contratados, cualquier oído podría notar en seguida cuán baratos estaban esos derechos.

Mucho me he quejado a lo largo de mi exacerbadamente larga existencia acerca de cómo me harta que, aún en pleno siglo XXI, la única manera de ver ciertas películas o series en este país es con las voces de latinos pegadas por encima del audio original. Peor aún si estas voces le pertenecen a alguna luminaria del YouTube latino o a los vagabundos desempleados que contrataron para doblar FRIENDS cuando pasaba por televisión abierta. Pero la molestia que me causa escuchar que Bruce Willis, Jim Carrey y Gokú tienen exactamente la misma voz no se compara en absoluto con el desastre que es el doblaje estadounidense. La industria del doblaje del país vecino, si por sus resultados la medimos, debe estar compuesta por individuos con micrófonos de calidad élite asistiendo a tantas conferencias padre-maestro como puedan hallar a lo largo y ancho de los Estados Unidos para, sin previo aviso, encargarle a uno de los guardianes legales ahí presentes que lea el guión que le acaban de poner frente a la cara. Una sola toma para minimizar gastos. Se lee el punto final y se cierra la toma. ¡A la sala de edición!

Por un segundo consideré la idea de salir a quejarme de este hecho, pero me detuve casi de inmediato. Vale, me quejo, pero, ¿qué estaría buscando que sucediera? No iban a poder cambiar el audio de la película a media proyección, la tecnología para ello aún no llega a México. ¿Un reembolso, quizá? ¿En serio iba a salir a hablar con un ser humano encubierto por un tapabocas y mascarilla, que sólo le deja ver al mundo exterior un par de ojos cansados, para recuperar menos de 80 pesos? La pobreza acecha, pero la poca dignidad que me queda cuesta un poco más. Sólo un poco.

“Pues así la dejamos, ¿no?”, le comenté a la vecina como si ella hubiera podido escuchar mi diálogo interno. Con un movimiento de completo hartazgo acompañado de un bufido, la mujer a mi derecha se levantó de su asiento y caminó dos filas hacia atrás hasta encontrar un nuevo lugar todavía más lejos de mí. “Qué irresponsabilidad”, murmuré, “con todo esto de la pandemia y se cambia de lugar así de fácil, sin saber si desinfectaron la otra silla o no”. Acto seguido, me rasqué debajo de la nariz por encima de mi cubrebocas.

Dadas las circunstancias, pasé a apagar mi cerebro y tratar de entretener a mis ojos con la producción rusa frente a mí. Pero, mientras más avanzaba la película, más extrañeza se cernía sobre mi mente. Había algo raro con el flujo de la historia, como si, de pronto se presentaran plot points y conflictos interesantes que, dos escenas después, la película olvidaba resolver. Parecía que sólo se preocupara por mostrarnos imágenes impactantes que carecían de sentido común, evitando dar explicaciones de los por qués pues serían “demasiado aburridos para el público”.

Era como si, además de estar pésimamente doblada, nos estaban mostrando una versión que había sido recortada en aras de presentar un producto más comercial para exportar fuera de la madre patria. Los villanos se volvían héroes al inicio de la siguiente escena nada más porque el guión lo necesitaba, las apariciones desaparecían de la película pues ya no se requerían sus jump scares, se generaban conflictos mundiales a raíz de parpadeos; todo en meros segundos. Más de una vez sentí cómo la proyección se saltaba pedazos de diez minutos con información importante sólo para que la experiencia de ver cómo un grupo de niños que intentan vencer a un ente que come niños fuera, supuestamente, más fluida.

Yo puse mi vida en la línea y, a cambio, lo único que obtuve fue una copia rusa de IT que sólo alcanzó a robarse el sentido visual del director de fotografía y uno o dos rasgos de su premisa. 

Sin embargo, lo más hermoso de la experiencia de ir al cine a media pandemia fue el proceso de salida. Apenas comenzaron los créditos finales, las luces se encendieron y apareció un empleado del cine al frente de la sala. Detrás de él, se proyectó un video instructivo de cómo debíamos salir: en fila y por filas. Siguiendo el compás de las palabras leídas por el video instructivo, el sujeto anónimo imitaba fielmente los movimientos de las mejores azafatas de avión en el mundo para traducir el mensaje en lenguaje corporal. Fue un momento en igual parte intimidante y tierno.

Solo por estos pequeños segundos de mi vida, cuando una azafata del cine me indicó que era mi turno de abandonar la sala, agradezco haberme bajado de mi montaña de superioridad moral para ir al cine a mitad de un momento histórico. Apostar la vida a veces sí puede valer la pena.

“¿O no, señora?”, le pregunté a mi vecina de fila al verla caminar por el lobby unos minutos después. Una tos seca fue su única respuesta.

También te puede interesar: Peyote | Columna de G. Carregha

Total Page Visits: 1088 - Today Page Visits: 1

#Si Sostenido

Cómo calificar un altar de muertos | Columna de León García Lam

Publicado hace

el

Por

VOLUTA IX.

La antropología (eso piensa una buena parte de la población) es una ciencia sin gran aplicación práctica. Sirve, entre otras muy pocas cosas, para determinar al ganador del concurso de altar de muertos que se organiza cada año en cada escuela de México. En mi flaco currículum, durante mis pininos profesionales se amontonan los reconocimientos que dicen más o menos así:

La escuela Bomberos Heroicos perteneciente al SEER otorga el presente reconocimiento al Mtro. (en ese mundo todos somos maestros) León García Lama por su valiosa participación como jurado en el TRADICIONAL CONCURSO DEL ALTAR DE MUERTOS “INNOVANDO NUESTRAS TRADICIONES”. Luego viene un lema como “El saber se forja con el conocimiento de cada día”, a 31 de octubre de (cualquier año entre 1997 y el 2012). Firman: autoridades escolares.

Por esa razón, estimadas y estimados tres lectores de la Voluta, les lego la sabiduría que se adquiere al ser jurado, año tras año, de la verdadera tradición de México que no es poner un altar, sino el concurso “para que no se pierdan las tradiciones”.

Bueno, no lo haré, sino hasta el próximo año (si es que) porque en este 2020, no se realizará ningún concurso “tradicional”, aunque paradójicamente es el año con más muertos que hemos tenido en la historia de México: 40,863 muertos por violencia; 139 153 por causas asociadas al COVID más los muertitos de causas “normales” dan la escalofriante y huesuda cifra de 193 170 muertes, dicho conservadoramente por las instituciones oficiales (CENAPRECE).

 

Cómo poner un altar de muertos

Lo más importante ya lo tenemos: los muertitos. Lo segundo más importante también: el hambre de tamales. Ponga una mesa y una caja pegados a la pared, simulando una pirámide de tres pisos que es una representación del mundo. ¿El mundo tiene tres pisos? Sí y trate de no hacer preguntas. Un altar digno presume dos características: cuida la simetría y está organizado en montones de 2, 3 y 4 cosas ¿por qué? Pues ya le dije: no haga preguntas. Usted ponga en las esquinas 3 naranjas, en un platito 4 tamales y otros tantos plátanos de alfeñique, 2 panes de muerto en cada lado de su altar. La lógica obedece así: si usted fuera muerto ¿qué necesitaría? Un chocolate, unos cigarritos (allá en el mundo de los muertos todos fuman, incluso los que murieron de enfisema), una cervecita, un camote, un dulce de chilacayote. La imagen es etérea como los recuerdos, una fotografía ayuda, no al difunto a reconocerse, sino a saber que las ofrendas son para él o para ella y que puede invitar a sus compitas. Se sabe de diálogos así:

–¿A ti qué te pusieron, tú?

–Unas guayabas, un vaso sin nada, otro con tierra, otro con agua y una veladora (quesque los cuatro elementos), un puño de sal y un caminito de cempasúchil.

–No, pus te fue bien, a mí no me pusieron nada, pero la chaviza se andaba pintando la cara como osos panda, que porque “es la tradición”.

–Acá pusieron tamalitos, taquitos de pastor, atole, cafecito, frutas y dulces.

–¿Dónde dónde?

 

La poesía

Nocturno en que habla la muerte

Xavier Villaurrutia

 

Si la muerte hubiera venido aquí, conmigo, a New Haven,

escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,

en el bolsillo de uno de mis trajes,

entre las páginas de un libro

como la señal que ya no me recuerda nada;

si mi muerte particular estuviera esperando

una fecha, un instante que sólo ella conoce

para decirme: “Aquí estoy.

Te he seguido como la sombra

que no es posible dejar así nomás en casa;

como un poco de aire cálido e invisible

mezclado al aire duro y frío que respiras;

como el recuerdo de lo que más quieres;

como el olvido, sí, como el olvido

que has dejado caer sobre las cosas

que no quisieras recordar ahora.

Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:

estoy tan cerca que no puedes verme,

estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.

Nada es el mar que como un dios quisiste

poner entre los dos;

nada es la tierra que los hombres miden

y por la que matan y mueren;

ni el sueño en que quisieras creer que vives

sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;

ni los días que cuentas

una vez y otra vez a todas horas,

ni las horas que matas con orgullo

sin pensar que renacen fuera de ti.

Nada son estas cosas ni los innumerables

lazos que me tendiste,

ni las infantiles argucias con que has querido dejarme

engañada, olvidada.

Aquí estoy, ¿no me sientes?

Abre los ojos; ciérralos, si quieres.”

 

Y me pregunto ahora,

si nadie entró en la pieza contigua,

¿quién cerró cautelosamente la puerta?

¿Qué misteriosa fuerza de gravedad

hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?

¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,

la voz de una mujer que habla en la calle?

 

Y al oprimir la pluma,

algo como la sangre late y circula en ella,

y siento que las letras desiguales

que escribo ahora,

más pequeñas, más trémulas, más débiles,

ya no son de mi mano solamente.

TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR: Encontrar las llaves | Columna de León García Lam

Total Page Visits: 1088 - Today Page Visits: 1
Continuar leyendo

#Si Sostenido

LA ALEGRIA | Columna de Juan Jesús Priego

Publicado hace

el

LETRAS minúsculas.

«¿Sabes, Hump? –confiesa el héroe de una de las novelas de Gilbert K. Chesterton, el gran polemista inglés-, los hombres modernos tienen una idea muy equivocada de la vida. Parece que esperan de la naturaleza lo que ésta nunca ha prometido darles y, mientras tanto, destruyen todo aquello que en realidad les da.
En las iglesias ateas de Ivywood todos hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de alegría absoluta y de corazones que laten por todos, pero no por ello tienen un aspecto más alegre que los demás… Yo no sé si Dios entienda por felicidad el gozo que todo lo comprende y todo lo supera, pero Dios quiere que cada hombre tenga su alegría, y yo tengo toda la intención de no dejármela robar».

Para ser sincero, yo también he escuchado muchos discursos como el de las iglesias ateas de Ivywood, y no precisamente en las iglesias ateas de Ivywood; también yo he oído cientos de sermones que hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de corazones que laten por todos, y acaso no sólo los haya oído, sino tal vez incluso pronunciado. Lo que no sé es si modificando el texto de Chesterton y escribiendo «parroquias cristianas» allí donde él sólo dijo «iglesias ateas» cambiarían mucho las cosas.

Los cristianos hablamos de resurrección, de vida perdurable, de providencia o cuidado de Dios, de amor sin límites, pero no por eso vivimos más contentos. Todo parece indicar que los creyentes nos tomamos bien poco en serio lo que nos dicen nuestro pastores en sus –a menudo largos y muy aburridos- sermones. Sí, hemos de confesarlo bajando la cabeza: en nuestras iglesias, las homilías son saetas que esquivamos lo mejor que podemos… Cuenta Julien Green en un librito suyo titulado Liberté que hubo en París no hace mucho tiempo una dama de la alta sociedad que cada vez que iba a Misa advertía con severidad a su sirvienta: «Si el señor cura predica sobre la fe o sobre el perdón de los pecados, me dejas dormir; pero si habla de María Magdalena, me despiertas». Ella, como quiera que sea, iba a la iglesia únicamente a cumplir, y, por supuesto, a dormirse.

«Voy a definirle lo contrario de un pueblo cristiano –dice el párroco de Torcy en esa gran novela de Georges Bernanos que es su Diario de un cura rural-: lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos. Acaso me objete usted que la definición tiene muy poco de teológica, pero basta para hacer reflexionar a los caballeros que bostezan los domingos en Misa. ¡Claro que bostezan! No querrá que en media hora semanal, la Iglesia pueda enseñarles la alegría. E incluso si se supieran de memoria el Catecismo de Trento, no estarían probablemente más alegres».

Y sí, la verdad es que la fe debería tener el poder de hacernos más alegres, más sonrientes, menos hoscos. Un cristiano no debería atreverse a salir a la calle si antes no ve reflejado en el espejo un rostro resucitado.

Cuando, hace ya muchos años, leí por primera vez La farisea de François Mauriac, cómo se me quedó grabado lo que dijo uno de los personajes al referirse a una antipática señora que andaba por allí cerca y que se las daba de muy católica: «Lo que voy a decir puede asustarte, pero pienso que es mejor ser una bestia inmunda que tener la clase de virtud de Brigitte Pian». ¡Dios mío, qué frase más dura! Y; sin embargo, es preciso reconocerlo: sí, hay en este mundo gente muy católica, lo que se dice muy católica, pero al mismo tiempo muy insoportable y muy antipática. ¿Por qué se avergüenzan de mostrar un rostro atractivo y jovial? ¿Qué se lo impide?

A estas personas habría que recordarles lo que escribió una vez Andrew M. Greeley en uno de sus libros: «Las personas que creen en la resurrección deben ser gente alegre, y los cristianos católicos que tienen una visión relativamente más benigna de su naturaleza que nuestros hermanos separados, tienen que ser una congregación de gente más alegre, más jovial y más bromista. Todo lo que tengan de graves, de ásperos, de severos lo tienen de fallo como católicos… La Iglesia necesita hombres que tengan visión. Necesita hombres jubilosos, alegres y de corazón fuerte que caigan en la cuenta de que, a pesar de lo desesperada que pueda ser la situación, nunca se la debe permitir que se ponga seria; y aunque puedan extinguirse las luces, siempre hay esperanza de que vuelvan a encenderse». La excesiva severidad no siempre es signo de seriedad; a menudo es más bien muestra de una soberana estupidez.

San Pablo, poco antes de poner punto final a la carta que dirigió a los filipenses, les amonesta así: «Como cristianos, estén siempre alegres: se lo repito, estén alegres. Que todo el mundo note lo comprensivos que son. El Señor está cerca, no se angustien por nada» (4, 4). ¿Por qué esta insistencia del apóstol en cosas tan aparentemente secundarias como la alegría? ¿Por qué les dice una y otra vez que estén alegres? ¡Ah, bien sabía él lo propensos que somos los cristianos a dejarnos llevar por la tristeza y a andar por las calles de la vida mostrando un rostro de amargura!

¿Ha leído usted una famosa pieza teatral de Paul Claudel (1868-1955) titulada El padre humillado? Pues bien, en esta pieza hay una escena en la que el Papa envía este mensaje a Oriano de Homodannes: «Oriano, hijo mío, haz comprender a los hombres que no tienen otra cosa que hacer en el mundo que estar alegres. Hazles entender que la alegría que nosotros conocemos y estamos encargados de transmitir no es una palabra vaga o un insípido lugar común de sacristía, sino una noble, deslumbrante, íntima y profunda realidad, en cuya comparación lo demás no vale nada. Esta alegría es algo humilde, material, atrayente, como el pan que se apetece, como el vino que nos parece bueno, como el agua que nos hace morir cuando no nos la dan, como el fuego que quema, como la voz que resucita…».

¡Ah, sería necesario que el Papa nos enviase una carta en la que nos hablara largamente sobre la conveniencia de la alegría! No sé, tal vez sólo entonces nos la tomaríamos un poquito más en serio…

También te puede interesar: Niños a la carta | Columna de Juan Jesús Priego

Total Page Visits: 1088 - Today Page Visits: 1
Continuar leyendo

#Si Sostenido

Un cohete potosino para el padre de un robot pianista | J.R. Martínez/ Dr. Flash

Publicado hace

el

Por

EL CRONOPIO.

El 14 de marzo de este dramático dos mil veinte, en pleno inicio de la crisis del coronavirus en San Luis Potosí, se lanzaba después de cuarenta y ocho años, un cohete en Cabo Tuna. El municipio de Charcas sería el testigo de esta histórica fecha, pues el cohete de combustible sólido Fénix 2, es uno de nueva generación que recupera el proceso histórico en el diseño de cohetes en el país y en especial en nuestro estado.

El cohete fue desarrollado por el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre y el Instituto de Física de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con ello Cabo Tuna vuelve a marcar hitos en la historia de la ciencia y tecnología mexicana.

El programa Cabo Tuna inició en 1957 en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con el lanzamiento del primer cohete diseñado y construido en México, el Física I, lanzado el 28 de diciembre de 1957. El programa tuvo un receso en 1972 y cuarenta y seis años después reinicia con el nuevo programa “Cabo Tuna, hacia un programa espacial mexicano”, impulsado por el Instituto de Física de la UASLP y el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre.

El cohete lanzado en Charcas lleva el nombre de Cohete Fénix I-2 “Alejandro Pedroza Meléndez”. Dedicado al Dr. Alejandro Pedroza Meléndez, por su contribución al desarrollo del área aeroespacial en México, así como a la tecnología mexicana.

Alejandro Pedroza Meléndez es un científico mexicano nacido en Villa de Arriaga, San Luis Potosí, se formó en el Instituto Politécnico Nacional y posteriormente ingresó como investigador en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla donde fundó el Laboratorio de Semiconductores, ahí, bajo su dirección, se construyeron una gran cantidad de dispositivos biomédicos y donde se desarrollaron las primeras celdas solares con calidad espacial en el país. Fundó además el Laboratorio de Microelectrónica, que fue un referente para el desarrollo de la microelectrónica en México; en dicho laboratorio se diseñó y construyó con tecnología nacional, la instrumentación necesaria para la fabricación de microcircuitos. Después se creó la sección de bioelectrónica para aplicarlos a instrumentos médicos.

A los microcircuitos fabricados en el Laboratorio se les dio una aplicación social inmediata en las primeras manos biónicas mexicanas, en los primeros estimuladores óseos mexicanos y en los primeros marcapasos mexicanos.

Alejandro Pedroza y su equipo desarrollaron los primeros microprocesadores en México, con los cuales fue construido el famoso Robot Pianista “Don Cuco el Guapo”, que en la década de los noventa visitó varias veces San Luis Potosí, ofreciendo conciertos en el Teatro de la Paz y en el teatro Carlos Amador, dentro de nuestros eventos de divulgación científica.

Fue director del programa de desarrollo del primer satélite experimental mexicano SATEX-I, donde participaron más de setenta investigadores de once instituciones de educación superior del país.

Alejandro ha recibido reconocimientos en su estado natal: Trayectoria de Éxito en el 2015 y Científicos Potosinos en 1994, en el marco del IV Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia que nos tocó organizar, aquí en San Luis Potosí.

Por toda esta labor en beneficio de la sociedad mexicana, por el camino de la ciencia y la tecnología, se le asignó su nombre al cohete Fénix que perturbara el apacible cielo del altiplano potosino hace siete meses.

 

Lee también: Un rugido en el desierto | Columna de J.R. Martínez/Dr. Flash

Total Page Visits: 1088 - Today Page Visits: 1
Continuar leyendo

La Orquesta de Comunicaciones S.A. de C.V.
Miguel de Cervantes Saavedra 140
Col. Polanco
San Luis Potosí, S.L.P.
Teléfono 444 244 0971

Director Fundador
Jorge Francisco Saldaña Hernández

Director Administrativo
Luis Antonio Martínez Rivera

Director
Luis Alberto Moreno Flores

Opinión