julio 6, 2024

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El quinto mundo | Columna de Juan Jesús Priego

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ciberespacio

Letras MINÚSCULAS

 

Cuatro son las estaciones del año (primavera, verano, otoño e invierno); cuatro los elementos de que está hecho el universo (agua, aire, tierra y fuego); cuatro los confines de la tierra (norte, sur, este y oeste), cuatro los temperamentos que detectó Hipócrates (sanguíneo, melancólico, colérico y flemático) y cuatro los mundos de que hablan los economistas (los que ya sabemos). Oficialmente no existe un quinto mundo. Pero sólo oficialmente. Porque el quinto mundo existe y es el que habitan aquellos que, al no poder correr al ritmo en que avanza todo a su alrededor, han sido condenados a quedarse atrás en un estado de total marginación. Son las tortugas en el país de los Aquiles, los adoradores del pasado en la iglesia del tiempo real, los torpes en la sociedad de los ágiles, los inflexibles de la sociedad flexible, es decir, los ancianos. ¡Qué hostil y enemigo se les ha vuelto el mundo! ¡Y qué complicado! Véalos usted tratando de maniobrar un ipod, de contestar un e-mail o, ya por lo menos, de hacerlos que cambien su vieja agenda de piel por una electrónica.

Me dijo una vez uno de ellos:

-¿Sabe? Quiero irme ya. Esto no ha sido hecho para que yo lo entienda. Ayer uno de mis nietos se burló de mí porque no lograba encender la computadora familiar. No seas tonto, abuelo, me dijo. ¿Cómo permitir que un niño me hable de este modo? Y mi hija, que lo escuchaba, se limitó a festejar la precocidad del muchacho con una sonrisa.

Por lo general, los ancianos no saben moverse en el ciberespacio e ignoran qué sea la realidad virtual; los teléfonos celulares los irritan y desconfían de la honradez de los cajeros automáticos; la moderna urbanística los deja sin aliento (pues es vertical y está hecha de muchos pisos y escaleras), y de los complicados controles remotos sólo conocen un botón: el rojo. Como dijo un sociólogo al hablar del walkman, «incluso introducir el casete y encender el aparato puede causar problemas si no se tiene una mentalidad tecnológica». Y los ancianos, claro está, carecen de esta mentalidad. El mundo de los artefactos digitales les es perfectamente desconocido y no tienen mapas para orientarse en él. «Ya no pertenezco a esta época –confesó un día su anciana madre a la doctora Elisabeth Kübler-Ross-. No sé utilizar un microondas, no encuentro el botón para cambiar el canal del televisor, no sé utilizar tarjetas en lugar de llaves y todas mis amistades han muerto. El tiempo ha avanzado, pero yo me he quedado atrás».

Sí, los ancianos siempre se quedan atrás. Y es por eso por lo que las empresas del capitalismo flexible no los quieren. ¡Se adaptan con tanta dificultad a las novedades tecnológicas, si es que llegan a adaptarse alguna vez! Están llenos de conocimientos viejos, y si aprenden cosas nuevas luego ya no quieren olvidarlas para ponerse al día. Además, según el economista Albert O. Hirschman, los trabajadores con muchos años de experiencia suelen ser más críticos con la dirigencia que los jóvenes y llegan a tener un poder de voz que los altos mandos simplemente no pueden soportar. El anciano, por haberle dado la vida a la empresa, se cree dotado de ciertos derechos con respecto a ella, pero en la nueva economía nadie tiene derecho a tener derechos.

Los valores más cotizados en la sociedad global son la fuerza, la flexibilidad y el rendimiento: valores estos que definitivamente no pueden ofrecerles los ancianos. En cuanto la curva del vigor empieza a declinar y los hábitos mentales a estandarizarse, las personas dejan de ser interesantes para esta economía que llamamos global para evitarnos la pena de llamarla selvática. Decía hace poco un joven trabajador del mundo publicitario a la socióloga Katherine Newman: «En este mundo, después de los treinta años eres hombre muerto. La edad mata». Pero esto no solo sucede en el mundo publicitario, sino en todos los mundos donde el dinero es dios: si se echa un ojo a los anuncios que ofrecen trabajo, se comprobará sin ninguna dificultad que las edades exigidas por los amos de las empresas son cada vez menores. «En la actualidad –ha dicho alguien- los ricos se hacen a los 35 años y los sabios a los 40».  ¿Y después de esta edad, qué? Después de esta edad –sugieren los dueños de la tierra- lo mejor que puede hacer un hombre sensato es morirse de una vez.

El mundo corre a velocidad supersónica, pero los ancianos no pueden correr; por lo tanto, se quedan. Pontificó hace poco Kevin Kelly, director de Wired, una de las más difundidas revistas del mundo digital: «Fuera de Internet no hay salvación. Quien rechaza la Gracia que viene del ciberespacio gemirá en las tinieblas por toda la eternidad». Tal es el nuevo dogma. No hay salvación para los analfabetos electrónicos, no hay lugar para ellos en la ciberciudad.

Pero un día los que hoy somos jóvenes seremos viejos y habremos perdido el dominio de la última invención; nos darán miedo los teléfonos biológicos, perderemos la paciencia picando aquí y allá en los controles remotos y se nos alterará el ritmo cardíaco con el clima de los ascensores supersónicos. Los niños, entonces, nos apuntarán con el dedo y se reirán de nosotros a causa de lo poco diestros que nos habremos vuelto para manejar los últimos cachivaches de la civilización. Nos dirán como a aquel anciano que lloraba: No seas tonto, abuelo. Habremos pasado a formar parte del terrible quinto mundo: del país que no soporta a los lentos. Y, puesto que este mundo sin corazón salió de nuestras manos –es una creación vergonzosamente nuestra-, justo es que un día nos vayamos a vivir a él. ¡Y claro que nos iremos, no faltaba más! Y si no lo hacemos de buen grado, serán los jóvenes quienes se encarguen de echarnos a la fuerza. 

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Cómo calificar un altar de muertos | Columna de León García Lam

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VOLUTA IX.

La antropología (eso piensa una buena parte de la población) es una ciencia sin gran aplicación práctica. Sirve, entre otras muy pocas cosas, para determinar al ganador del concurso de altar de muertos que se organiza cada año en cada escuela de México. En mi flaco currículum, durante mis pininos profesionales se amontonan los reconocimientos que dicen más o menos así:

La escuela Bomberos Heroicos perteneciente al SEER otorga el presente reconocimiento al Mtro. (en ese mundo todos somos maestros) León García Lama por su valiosa participación como jurado en el TRADICIONAL CONCURSO DEL ALTAR DE MUERTOS “INNOVANDO NUESTRAS TRADICIONES”. Luego viene un lema como “El saber se forja con el conocimiento de cada día”, a 31 de octubre de (cualquier año entre 1997 y el 2012). Firman: autoridades escolares.

Por esa razón, estimadas y estimados tres lectores de la Voluta, les lego la sabiduría que se adquiere al ser jurado, año tras año, de la verdadera tradición de México que no es poner un altar, sino el concurso “para que no se pierdan las tradiciones”.

Bueno, no lo haré, sino hasta el próximo año (si es que) porque en este 2020, no se realizará ningún concurso “tradicional”, aunque paradójicamente es el año con más muertos que hemos tenido en la historia de México: 40,863 muertos por violencia; 139 153 por causas asociadas al COVID más los muertitos de causas “normales” dan la escalofriante y huesuda cifra de 193 170 muertes, dicho conservadoramente por las instituciones oficiales (CENAPRECE).

 

Cómo poner un altar de muertos

Lo más importante ya lo tenemos: los muertitos. Lo segundo más importante también: el hambre de tamales. Ponga una mesa y una caja pegados a la pared, simulando una pirámide de tres pisos que es una representación del mundo. ¿El mundo tiene tres pisos? Sí y trate de no hacer preguntas. Un altar digno presume dos características: cuida la simetría y está organizado en montones de 2, 3 y 4 cosas ¿por qué? Pues ya le dije: no haga preguntas. Usted ponga en las esquinas 3 naranjas, en un platito 4 tamales y otros tantos plátanos de alfeñique, 2 panes de muerto en cada lado de su altar. La lógica obedece así: si usted fuera muerto ¿qué necesitaría? Un chocolate, unos cigarritos (allá en el mundo de los muertos todos fuman, incluso los que murieron de enfisema), una cervecita, un camote, un dulce de chilacayote. La imagen es etérea como los recuerdos, una fotografía ayuda, no al difunto a reconocerse, sino a saber que las ofrendas son para él o para ella y que puede invitar a sus compitas. Se sabe de diálogos así:

–¿A ti qué te pusieron, tú?

–Unas guayabas, un vaso sin nada, otro con tierra, otro con agua y una veladora (quesque los cuatro elementos), un puño de sal y un caminito de cempasúchil.

–No, pus te fue bien, a mí no me pusieron nada, pero la chaviza se andaba pintando la cara como osos panda, que porque “es la tradición”.

–Acá pusieron tamalitos, taquitos de pastor, atole, cafecito, frutas y dulces.

–¿Dónde dónde?

 

La poesía

Nocturno en que habla la muerte

Xavier Villaurrutia

 

Si la muerte hubiera venido aquí, conmigo, a New Haven,

escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,

en el bolsillo de uno de mis trajes,

entre las páginas de un libro

como la señal que ya no me recuerda nada;

si mi muerte particular estuviera esperando

una fecha, un instante que sólo ella conoce

para decirme: “Aquí estoy.

Te he seguido como la sombra

que no es posible dejar así nomás en casa;

como un poco de aire cálido e invisible

mezclado al aire duro y frío que respiras;

como el recuerdo de lo que más quieres;

como el olvido, sí, como el olvido

que has dejado caer sobre las cosas

que no quisieras recordar ahora.

Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:

estoy tan cerca que no puedes verme,

estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.

Nada es el mar que como un dios quisiste

poner entre los dos;

nada es la tierra que los hombres miden

y por la que matan y mueren;

ni el sueño en que quisieras creer que vives

sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;

ni los días que cuentas

una vez y otra vez a todas horas,

ni las horas que matas con orgullo

sin pensar que renacen fuera de ti.

Nada son estas cosas ni los innumerables

lazos que me tendiste,

ni las infantiles argucias con que has querido dejarme

engañada, olvidada.

Aquí estoy, ¿no me sientes?

Abre los ojos; ciérralos, si quieres.”

 

Y me pregunto ahora,

si nadie entró en la pieza contigua,

¿quién cerró cautelosamente la puerta?

¿Qué misteriosa fuerza de gravedad

hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?

¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,

la voz de una mujer que habla en la calle?

 

Y al oprimir la pluma,

algo como la sangre late y circula en ella,

y siento que las letras desiguales

que escribo ahora,

más pequeñas, más trémulas, más débiles,

ya no son de mi mano solamente.

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LA ALEGRIA | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas.

«¿Sabes, Hump? –confiesa el héroe de una de las novelas de Gilbert K. Chesterton, el gran polemista inglés-, los hombres modernos tienen una idea muy equivocada de la vida. Parece que esperan de la naturaleza lo que ésta nunca ha prometido darles y, mientras tanto, destruyen todo aquello que en realidad les da.
En las iglesias ateas de Ivywood todos hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de alegría absoluta y de corazones que laten por todos, pero no por ello tienen un aspecto más alegre que los demás… Yo no sé si Dios entienda por felicidad el gozo que todo lo comprende y todo lo supera, pero Dios quiere que cada hombre tenga su alegría, y yo tengo toda la intención de no dejármela robar».

Para ser sincero, yo también he escuchado muchos discursos como el de las iglesias ateas de Ivywood, y no precisamente en las iglesias ateas de Ivywood; también yo he oído cientos de sermones que hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de corazones que laten por todos, y acaso no sólo los haya oído, sino tal vez incluso pronunciado. Lo que no sé es si modificando el texto de Chesterton y escribiendo «parroquias cristianas» allí donde él sólo dijo «iglesias ateas» cambiarían mucho las cosas.

Los cristianos hablamos de resurrección, de vida perdurable, de providencia o cuidado de Dios, de amor sin límites, pero no por eso vivimos más contentos. Todo parece indicar que los creyentes nos tomamos bien poco en serio lo que nos dicen nuestro pastores en sus –a menudo largos y muy aburridos- sermones. Sí, hemos de confesarlo bajando la cabeza: en nuestras iglesias, las homilías son saetas que esquivamos lo mejor que podemos… Cuenta Julien Green en un librito suyo titulado Liberté que hubo en París no hace mucho tiempo una dama de la alta sociedad que cada vez que iba a Misa advertía con severidad a su sirvienta: «Si el señor cura predica sobre la fe o sobre el perdón de los pecados, me dejas dormir; pero si habla de María Magdalena, me despiertas». Ella, como quiera que sea, iba a la iglesia únicamente a cumplir, y, por supuesto, a dormirse.

«Voy a definirle lo contrario de un pueblo cristiano –dice el párroco de Torcy en esa gran novela de Georges Bernanos que es su Diario de un cura rural-: lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos. Acaso me objete usted que la definición tiene muy poco de teológica, pero basta para hacer reflexionar a los caballeros que bostezan los domingos en Misa. ¡Claro que bostezan! No querrá que en media hora semanal, la Iglesia pueda enseñarles la alegría. E incluso si se supieran de memoria el Catecismo de Trento, no estarían probablemente más alegres».

Y sí, la verdad es que la fe debería tener el poder de hacernos más alegres, más sonrientes, menos hoscos. Un cristiano no debería atreverse a salir a la calle si antes no ve reflejado en el espejo un rostro resucitado.

Cuando, hace ya muchos años, leí por primera vez La farisea de François Mauriac, cómo se me quedó grabado lo que dijo uno de los personajes al referirse a una antipática señora que andaba por allí cerca y que se las daba de muy católica: «Lo que voy a decir puede asustarte, pero pienso que es mejor ser una bestia inmunda que tener la clase de virtud de Brigitte Pian». ¡Dios mío, qué frase más dura! Y; sin embargo, es preciso reconocerlo: sí, hay en este mundo gente muy católica, lo que se dice muy católica, pero al mismo tiempo muy insoportable y muy antipática. ¿Por qué se avergüenzan de mostrar un rostro atractivo y jovial? ¿Qué se lo impide?

A estas personas habría que recordarles lo que escribió una vez Andrew M. Greeley en uno de sus libros: «Las personas que creen en la resurrección deben ser gente alegre, y los cristianos católicos que tienen una visión relativamente más benigna de su naturaleza que nuestros hermanos separados, tienen que ser una congregación de gente más alegre, más jovial y más bromista. Todo lo que tengan de graves, de ásperos, de severos lo tienen de fallo como católicos… La Iglesia necesita hombres que tengan visión. Necesita hombres jubilosos, alegres y de corazón fuerte que caigan en la cuenta de que, a pesar de lo desesperada que pueda ser la situación, nunca se la debe permitir que se ponga seria; y aunque puedan extinguirse las luces, siempre hay esperanza de que vuelvan a encenderse». La excesiva severidad no siempre es signo de seriedad; a menudo es más bien muestra de una soberana estupidez.

San Pablo, poco antes de poner punto final a la carta que dirigió a los filipenses, les amonesta así: «Como cristianos, estén siempre alegres: se lo repito, estén alegres. Que todo el mundo note lo comprensivos que son. El Señor está cerca, no se angustien por nada» (4, 4). ¿Por qué esta insistencia del apóstol en cosas tan aparentemente secundarias como la alegría? ¿Por qué les dice una y otra vez que estén alegres? ¡Ah, bien sabía él lo propensos que somos los cristianos a dejarnos llevar por la tristeza y a andar por las calles de la vida mostrando un rostro de amargura!

¿Ha leído usted una famosa pieza teatral de Paul Claudel (1868-1955) titulada El padre humillado? Pues bien, en esta pieza hay una escena en la que el Papa envía este mensaje a Oriano de Homodannes: «Oriano, hijo mío, haz comprender a los hombres que no tienen otra cosa que hacer en el mundo que estar alegres. Hazles entender que la alegría que nosotros conocemos y estamos encargados de transmitir no es una palabra vaga o un insípido lugar común de sacristía, sino una noble, deslumbrante, íntima y profunda realidad, en cuya comparación lo demás no vale nada. Esta alegría es algo humilde, material, atrayente, como el pan que se apetece, como el vino que nos parece bueno, como el agua que nos hace morir cuando no nos la dan, como el fuego que quema, como la voz que resucita…».

¡Ah, sería necesario que el Papa nos enviase una carta en la que nos hablara largamente sobre la conveniencia de la alegría! No sé, tal vez sólo entonces nos la tomaríamos un poquito más en serio…

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Un cohete potosino para el padre de un robot pianista | J.R. Martínez/ Dr. Flash

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EL CRONOPIO.

El 14 de marzo de este dramático dos mil veinte, en pleno inicio de la crisis del coronavirus en San Luis Potosí, se lanzaba después de cuarenta y ocho años, un cohete en Cabo Tuna. El municipio de Charcas sería el testigo de esta histórica fecha, pues el cohete de combustible sólido Fénix 2, es uno de nueva generación que recupera el proceso histórico en el diseño de cohetes en el país y en especial en nuestro estado.

El cohete fue desarrollado por el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre y el Instituto de Física de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con ello Cabo Tuna vuelve a marcar hitos en la historia de la ciencia y tecnología mexicana.

El programa Cabo Tuna inició en 1957 en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con el lanzamiento del primer cohete diseñado y construido en México, el Física I, lanzado el 28 de diciembre de 1957. El programa tuvo un receso en 1972 y cuarenta y seis años después reinicia con el nuevo programa “Cabo Tuna, hacia un programa espacial mexicano”, impulsado por el Instituto de Física de la UASLP y el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre.

El cohete lanzado en Charcas lleva el nombre de Cohete Fénix I-2 “Alejandro Pedroza Meléndez”. Dedicado al Dr. Alejandro Pedroza Meléndez, por su contribución al desarrollo del área aeroespacial en México, así como a la tecnología mexicana.

Alejandro Pedroza Meléndez es un científico mexicano nacido en Villa de Arriaga, San Luis Potosí, se formó en el Instituto Politécnico Nacional y posteriormente ingresó como investigador en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla donde fundó el Laboratorio de Semiconductores, ahí, bajo su dirección, se construyeron una gran cantidad de dispositivos biomédicos y donde se desarrollaron las primeras celdas solares con calidad espacial en el país. Fundó además el Laboratorio de Microelectrónica, que fue un referente para el desarrollo de la microelectrónica en México; en dicho laboratorio se diseñó y construyó con tecnología nacional, la instrumentación necesaria para la fabricación de microcircuitos. Después se creó la sección de bioelectrónica para aplicarlos a instrumentos médicos.

A los microcircuitos fabricados en el Laboratorio se les dio una aplicación social inmediata en las primeras manos biónicas mexicanas, en los primeros estimuladores óseos mexicanos y en los primeros marcapasos mexicanos.

Alejandro Pedroza y su equipo desarrollaron los primeros microprocesadores en México, con los cuales fue construido el famoso Robot Pianista “Don Cuco el Guapo”, que en la década de los noventa visitó varias veces San Luis Potosí, ofreciendo conciertos en el Teatro de la Paz y en el teatro Carlos Amador, dentro de nuestros eventos de divulgación científica.

Fue director del programa de desarrollo del primer satélite experimental mexicano SATEX-I, donde participaron más de setenta investigadores de once instituciones de educación superior del país.

Alejandro ha recibido reconocimientos en su estado natal: Trayectoria de Éxito en el 2015 y Científicos Potosinos en 1994, en el marco del IV Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia que nos tocó organizar, aquí en San Luis Potosí.

Por toda esta labor en beneficio de la sociedad mexicana, por el camino de la ciencia y la tecnología, se le asignó su nombre al cohete Fénix que perturbara el apacible cielo del altiplano potosino hace siete meses.

 

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