julio 6, 2024

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#ENTREVISTA Juan Villoro y el misterio de la Gran Vía

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Por: Luis Moreno Flores

Hace cinco años le escribí por primera vez a Juan Villoro para intentar pactar una entrevista. Conseguí su correo electrónico por medio de Rosa María Robles, una artista plástica para quien Juan prologó su exposición Navajas. Tenía preparada una lista con decenas de preguntas, pues su obra había invadido mi buró. No encontramos el momento, aunque intercambiamos algunas palabras durante un homenaje a Elena Poniatowska en la Feria del Libro de Guadalajara. Mi percepción sobre Villoro cambió después de ese día: su altura, delgadez y amabilidad no coincidían con mis prejuicios.

La relación epistolar con Juan, aunque incipiente, hoy se compone de trece correos electrónicos que resumen mis tres intentos por acordar una charla. Para el último (que finalmente prosperó) quería tenderle una trampa: no le pedí una entrevista, lo invité a beber un trago. Quién podría negarse. Juan, sí. En la respuesta explicaba que los organizadores de su visita a San Luis Potosí habían arreglado un itinerario tan apretado que no tendría tiempo de visitar la casa de Ramón López Velarde, ni a un pariente que para entonces estaba ofendido. Agradecí y en un último intento por revertir el veredicto escribí:

“Ahora que mencionas a Ramón López Velarde, el otro día en La Gran Vía (un restaurante en el centro de San Luis Potosí) vi una plana del Reforma enmarcada con tu columna, supongo que tiene algo que ver con El testigo, pero nadie me supo decir y había olvidado mis lentes para sacarme de la duda”.

Imposibilitado para desprenderse de su naturaleza curiosa, horas más tarde Villoro respondió: “Me dejas con un gran misterio acerca de esa columna enmarcada. ¿De qué trataría? Tendré que ir. Abrazo”.

El plan funcionó: mi mensaje había logrado flotar en el mar de los cientos de correos de admiradores, escritores y periodistas que buscan a Juan Villoro.

Días después acudí a la conferencia de Villoro organizada por el Colegio Nacional, al final me acerqué con un libro para que lo firmara, le recordé mis correos y le pedí hacer espacio en el futuro para la entrevista. Esperaba que saliera del compromiso con una amague sencillo, quizá un luegolovemos, mándameuncorreo, pero no hubo intento de escape: –mañana en mi hotel a las once, ponte de acuerdo con Sofía. –Y apuntó a una mujer muy bella que platicaba con un grupo de personas mientras comía cacahuates de un vaso.

Con torpeza, anoté el número de Sofía (encargada de prensa del Colegio), desee haber llevado lentes para verla con más detalle y pensé que de algún modo ella es quien comanda los tiempos públicos de Juan Villoro y de varias de las mentes más brillantes de este país. Más tarde le escribí y cerca de la noche llamó para confirmar la entrevista de las 10:30 de la mañana del día siguiente.

YouTube almacena varias entrevistas con Juan. Ha dado tantas, sobre temas tan diversos, que han comenzado a repetirse. Un momento tristísimo para un periodista debe ser descubrir que ha realizado exactamente el mismo trabajo que alguien más. En un intento por no convertirme en una víctima de ese mal, pensé en preguntas que quizá solo me importan a mí, surgidas de la empatía momentánea con sus textos.

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Las recepciones de los hoteles son un caos constante en el que todos parecen hacer algo importante, sin tener claro qué. Llegué a la cita varios minutos antes, a mi lado en los sillones del lobby se sentaron tres hombres de por lo menos 60 años, impolutos: a todos la vejez temprana les regaló un físico esbelto; uno vestía un traje blanquísimo, los otros dos, con la misma perfección, portaban conjuntos azulmarino. Agucé el oído para tratar de descubrir qué hacían ahí, hablaban sobre jubilarse y de sus familias (esposas, bodas, enfermedades…), parecían conocerse de décadas atrás, transpiraban un aire higiénico y quirúrgico, insondable; me rendí porque vi a Sofía salir del elevador, pero llegué a dos conclusiones distantes: eran médicos o vendedores de una de esas empresas piramidales.     

Saludé a Sofía, solo para que ella de inmediato se integrara al caos: corrió a buscar un sitio dónde hacer la entrevista, me pidió esperar y sus movimientos fueron tan veloces y naturales que no tuve otra opción que obedecer; cuando reaccioné el elevador terminaba de cocinar una nueva tanda de huéspedes, entre los que se asomaba Juan, cuya altura, cercana a los dos metros, es imposible esconder.

Sofía avisó que había un buen espacio en el primer piso. Caminamos por un pasillo que lleva a un salón donde varias mujeres celebraban una reunión de tema indescifrable; en la esquina un sillón color perla, que podría pasar desapercibido como litografía colgada en el baño, nos esperaba.

Juan Villoro parece entrenado para dar entrevistas. Antes de comenzar, pidió una tregua, apagó su teléfono móvil, se arremolinó en el asiento, cruzó la pierna izquierda sobre la derecha y semi abrazó el respaldo, en un gesto de completa distensión. Solo el dedo de la mano derecha, que ocasionalmente se mueve mientras escucha una pregunta, delata alguna reminiscencia de tensión frente a los interrogatorios o quizá sea un reflejo de pistolero que se prepara para disparar respuestas.

No hay en México un escritor que transite por un rango tan amplio de disciplinas literarias como Villoro, pues lo mismo publica libros infantiles, novelas, cuentos, comenta en programas de análisis futbolero, escribe periodismo de tentación en los diarios; realiza lecturas musicalizadas de crónicas sobre rocanrol, dicta conferencias, se montan sus obras de teatro. La frecuencia con que despacha nuevos trabajos puede sintetizarse en un par de líneas que el propio Juan escribió en un texto sobre Carlos Fuentes un día después de su muerte «Dispuesto a vivir de la máquina de escribir, tecleaba a una velocidad frenética…». En forma de espejo, Villoro es eso: un escritor total, que no ha requerido de las becas oficiales para surfear en las olas del día a día. No obstante, cuando leí El apocalipsis: (todo incluido) (Almadía, 2014) por un instante, y sin tener ningún argumento que lo sustente, presentí fatiga.   

 

Luis Moreno: ¿Alguna vez has sentido que tu ritmo de trabajo afecta de forma negativa el resultado final?

Juan Villoro: Sí. Todo el tiempo pienso en las sumas y restas de la vida. Traduje los Aforismos de Lichtenberg (Fondo de Cultura Económica, 1989) y él decía que, así como los tenderos llevan un cuaderno de saldos en donde anotan los haberes y deberes de lo que gastaron y ganaron durante el día, todos nosotros deberíamos hacer al final la cuenta de qué fue lo que obtuvimos y perdimos.

Cuando me dedico mucho a leer, digo «no puede ser estoy descuidando la escritura». Cuando llevo mucho tiempo escribiendo, digo «no puede ser estoy descuidando la lectura». Cuando doy una conferencia, de pronto digo «me estoy alejando de mi verdadera función, que es escribir y leer»; pero cuando estoy escribiendo y leyendo, digo «tengo que dar una conferencia», porque no puedo vivir solo de lo que escribo y leo, necesito el contacto con los demás. Así sucesivamente.

Cuando estoy escribiendo mucho periodismo, digo «estoy descuidando mi novela». Cuando escribo una novela, digo «no puede ser, tengo tres artículos que presentar». Vivo de los artículos, no de la novela y esto es literatura no solo alimentaria sino urgente, además no hay tarea pequeña en la literatura y el conjunto de tus artículos se pueden convertir en una obra mucho más importante que tus novelas. Hay grandes escritores como Ramón Gómez de la Serna, Álvaro Cunqueiro, Josep Pla, Julio Camba, todos ellos españoles, cuya obra principal son sus artículos periodísticos que resultan maravillosos, una narrativa continua. Ellos no triunfaron del mismo modo en otro tipo de libros. No puedo descuidar los artículos porque a lo mejor ese es mi verdadero talento.

Total, siempre estoy en desacuerdo conmigo mismo. Tal vez tenga que ver con mi signo zodiacal, que es libra, un signo que busca el equilibrio, pero nunca lo encuentra, porque lo busca y siempre critica su desequilibrio. El equilibrio es un anhelo, no una realidad.

 

LM: Un amigo asegura que te vio jugar en una reta de futbol para escritores y dice que eres un férreo mediocampista con un potente disparo de media distancia.

JV: Depende en qué época haya sido. Jugué en los Pumas de la UNAM hasta juvenil doble A, aunque soy del Necaxa, pero entrenaban muy lejos. Luego me probé en la reserva especial, que es la antesala del profesionalismo, naturalmente no quedé seleccionado. Sabía que no tenía talento, porque veía jugar a mis compañeros que llegaron a prosperar, pero me pareció un rito de paso interesante «a ver quién quita y puedo quedar». En esa época jugaba de extremo derecho, hasta que me retiré de lateral derecho. Aunque jugué algunos partidos como mediocampista.

Hubo un juego de escritores que ocurrió en Finlandia, fue un día de San Juan, mi santo, 24 de junio, que es la noche más larga, el sol de medianoche. El partido empezó a las doce de la noche y fue entre escritores internacionales contra escritores finlandeses. Por orgullo patrio, los finlandeses tuvieron refuerzos profesionales. Quedamos cuatro a cuatro. Jugué de mediocampista y metí un gol. Para el desempate nos retaron a que nos tiráramos a un lago donde el agua estaba verdaderamente helada. Naturalmente todos lo hicimos para que no nos ganaran el partido.

Luego tuve otros juegos de Letras Libres. Ahí más que férreo mediocampista me había vuelto un mediocampista muy sucio, porque me pasó lo que inevitablemente te pasa en los deportes: los jugadores jóvenes eran mucho más rápidos; en lugar de frenarlos con talento, los frenaba con patadas.

Los locutores que quieren perdonar a un jugador que hace una falta táctica dicen «le metió experiencia». Intenté meter experiencia pero acabé pateando a demasiados rivales y ahí decidí que era momento de retirarme. Me parecía muy triste jugar con futbolistas de mi edad porque el nivel era muy poco competitivo, todos eran unos barrigones que fumaban en la cancha. Es el gran problema del organismo: consideraba que me mantenía en buena forma, pero no para competir con futbolistas de 22 años.

 

LM: Alejandro Magallanes una vez me dijo que le encanta hacer promoción de libros contigo, porque aunque él diga una tontería, tú siempre lo rescatas con un comentario atinado. Como un súper delantero al que le mandan un mal centro y de todos modos mete gol.

JV: Esa descripción es muy generosa. Conocí a Alejandro cuando empezó a hacer las portadas de la nueva serie de Editorial Almadía, hace ya 10 años. Él le dio rostro a muchos de mis libros, llevo diez publicados con Almadía. Es una persona muy cálida, viajamos juntos con Rogelio Naranjo, que fue muy amigo de los dos. Alejandro siempre disfruta que alguien cuente anécdotas, que resuelva las cosas con palabras, tal como él las resuelve con imágenes.

 

LM: ¿Eres un Luis Suárez de las palabras?

(Una mujer nos interrumpe, solo para darnos los buenos días, devolvemos el saludo, se pierde en el salón contiguo y seguimos).

JV: No llego a tanto. Me gusta contar historias y creo que ninguna pregunta debe ser considerada simple. Admiré mucho que en una ocasión el escritor Ricardo Piglia fue a una conferencia de prensa donde ante cada una de las interrogantes ofrecía respuestas que le interesaban a él. Es decir, estaba pensando en tiempo real y trataba de decir cosas que le parecían importantes. La pregunta podía ser totalmente casual o superficial, pero trataba de sacarle provecho. Así debe ser la actitud al hablar, no se debe descartar la posibilidad de decir algo que a ti te interese, eso no quiere decir que lo que yo diga sea ingenioso, profundo y divertido, pero por lo menos son cosas que me significan.

 

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Juan José Arreola.

Dentro de su libro de ensayos sobre futbol Dios es redondo (Planeta, 2006), Villoro narra un fragmento de su amistad con Juan José Arreola, cuando el primero era un adolescente y el segundo un consagrado. El pasaje es entrañable y está atravesado por el ping-pong, el genio de Arreola para volver el lenguaje diario en una obra literaria y la fraternidad; además esgrime uno de los argumentos más simpáticos en contra el futbol: Arreola detestaba que el pie humano estuviera en contacto directo con el balón, sin la intermediación de alguna herramienta. Peor, a casi ningún jugador en el campo se le permite usar las manos que son símbolo natural de la evolución. Años después, Villoro ideó una respuesta para replicar a Arreola: el futbol es, quizá, el juego donde sus actores pasan más tiempo sin hacer nada, más que pensar.

 

LM: ¿En el cielo de los escritores, Juan José Arreola tiene una respuesta a tu argumento?

JV: A él le gustaban mucho los instrumentos manuales. Las herramientas. Era muy buen artesano, muy buen carpintero. Admiraba a los sastres. A Arreola nunca le va a gusta el futbol, porque, en su mente, donde quiera que esté, el ser humano necesita de una intermediación. La relación directa con la pelota, para él, carece de compromiso con la evolución, con la cultura. Es bárbaro.

 

LM: Los botines ahora son muy tecnológicos.

JV: Los botines, el balón mismo ha cambiado, pero el futbol está hecho para mantener ciertas potencias primitivas. Jorge Valdano ha dicho, con mucha certeza, que el futbol tiene anticuerpos contra la modernidad. Esa es su gracia.

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Juan Villoro, Luis Villoro y Elena Ruiz Milán durante la inducción del primero al Colegio Nacional.

El día de nuestra entrevista, Juan Villoro estaba en San Luis Potosí porque el Colegio Nacional realizó una semana de actividades en la ciudad. Juan es miembro de esta institución desde el 25 de febrero del 2014; en su discurso de inducción habló de José Emilio Pacheco (quien había fallecido pocas semanas antes), Juan José Arreola, Ramón López Velarde y del filósofo Luis Villoro Toranzo, su padre (que lo hace cercano a San Luis Potosí, pues su madre, abuela de Juan, era potosina): «Cuando yo estaba en el colegio y llamaban a mi padre, siendo niño, eso nunca era buena noticia. Agradezco la generosidad de la vida para que hoy mi padre y yo podamos estar en el colegio sin que eso resulte amenazante». De esa celebración provienen algunas de las pocas imágenes públicas en las que aparecen los Villoro juntos.

Solo un mes después, el 5 de marzo, Luis Villoro falleció. En esa fecha encontré dos textos, escritos en momentos separados por décadas, dentro de los cuales Juan habla de las relaciones entre padres e hijos: La taquería revolucionaria, un ensayo publicado por La Jornada en el 2013, y Yambalalón y sus siete perros, cuento que aparece en su primer libro, La noche navegable (Joaquín Mortiz, 1980). La taquería revolucionaria rinde homenaje a la figura de Luis Villoro, no como filósofo, sino como un hombre generoso que trató de modificar el curso del país. El segundo, solo tiene que ver porque en un punto de la historia el niño protagonista siente deseos de que su padre desaparezca debido a que no lo cree capaz de crear una historia; para el final del cuento, también lo obliga a dar un paso rumbo al fin de la infancia.

JV: Yambalalón y sus siete perros es un cuento de ficción, no es mi padre, no soy yo. No tiene que ver con Luis Villoro. Está escrito en primera persona pero no quiere decir que sea autobiográfico. La relación con él fue distinta y tiene más que ver con La taquería revolucionaria, lo cual no quiere decir que siempre haya sido fácil, porque mi papá fue un gran romántico y parte de su romanticismo consistió en regalar el dinero de la familia. La taquería revolucionaria es un ejemplo de eso: Se le ocurrió de pronto hacer un negocio para favorecer al Partido Mexicano de los Trabajadores con Heberto Castillo. Él (Luis Villoro) era un pésimo empresario, Heberto también era muy malo. Heberto conocía a unos taqueros que habían estado con él en la cárcel de Lecumberri, así surgió una locura que fracasó totalmente como negocio.

A mí me parece un episodio divertido por ver a un filósofo como taquero. Es esperanzador, porque es alguien que hace eso para tratar de financiar la transformación del país y me parece criticable porque era un proyecto totalmente iluso y con un patrimonio que evidentemente él no había creado, lo heredó. Fue un poco irresponsable mi papá.

La visión que tenemos de los padres tiene todos estos componentes. Para mí fue una figura absolutamente decisiva y admirable, pero no dejo de reconocer ciertos errores que cometió en la vida, como todos nosotros lo hacemos.

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JD Salinger.

«Yo acostumbro a considerar al “hombre que ríe” algo así como a un superdistinguido antepasado mío (…) En 1928 ni siquiera era hijo de mis padres, sino un impostor de astucia diabólica (…) Pero lo más importante para mí en 1928 era andar con pies de plomo. Seguir la farsa. Lavarme los dientes. Peinarme. Disimular a toda costa mi risa realmente aterradora. En realidad, yo era el único descendiente legítimo del “hombre que ríe”. En el club había veinticinco comanches –veinticinco legítimos herederos del “hombre que ríe”–, todos circulando amenazadoramente, de incógnito por la ciudad, elevando a los ascensoristas a la categoría de enemigos potenciales, mascullando complejas pero precisas instrucciones en la oreja de los cocker spaniel…».

Las líneas le pertenecen a El hombre que ríe, relato que aparece en la compilación Nueve cuentos (1953, Editorial Little, Brown and Company) de J.D. Salinger. El hombre que ríe cuenta la historia de un niño que pertenece a un club de comanches, una variante de los boy scouts, guiados por John Gedsudski, estudiante de Derecho. Está dividido en un mosaico de tres partes que conviven en el mismo espacio y se afectan entre sí: en la primera el narrador cuenta sus años de comanche; la segunda aborda la relación amorosa entre John y su novia; la última es la historia de El hombre que ríe (un ladrón de fama internacional, que por su afición al juego limpio roba el corazón de todos), un cuento creado por Gedsudski para entretener a los niños en sus trayectos de autobús. El relato es un doble salto mortal hacia la madurez, el inevitable golpe de realidad que todos sufrimos para abandonar la niñez.

Desde que lo leí, creí que Yambalalón y sus siete perros es primo hermano de esta historia, ya que en ella un niño, que al igual que el protagonista de Salinger no pasa de los 10 años ni tiene nombre, crea una historia que le permite transitar por las dificultades de su edad, para finalmente desprenderse de ella una vez que está listo. Un ritual de transición. Ambos textos me conmueven.

 

 

LM: ¿Yambalalón y sus siete perros está hermanado con El hombre que ríe?

JV: Sí, mucho. Cuando lo escribí tenía unos 18 o 19 años, leía a Salinger que era uno de los autores que más admiraba. En El hombre que ríe, habla de un héroe imaginario y el dolor de desprenderse de él. Creo que todos los que empezamos a escribir tenemos amigos imaginarios o espacios que nosotros inventamos. Dentro de La noche navegable, hay un cuento que se llama La ciudad peligrosa; cuando yo era niño imaginaba una ciudad, que así se llamaba, en donde ocurrían aventuras. Yo no sabía que podía escribir, no me interesaba hacerlo, pero me gustaba imaginar otros mundos. Ese mundo de la fantasía en ocasiones se confronta con la realidad: lo que a ti te parece entrañable, a los demás les parece una ingenuidad. La primera crítica literaria que tiene un niño es cuando comunica una fantasía y los demás le dicen que es una tontería.

 

LM: ¿Cómo lidias con tu obra pasada?

JV: No soy un escritor que mire hacia atrás con mucho aprecio. Es muy peligroso pensar que lo que has hecho vale demasiado la pena. Cuando releo uno de mis textos y me parece mínimamente interesante es porque de pronto me sorprende que parece escrito por otro, tiene una voz ajena, autónoma. Es la única prueba de que eso funcionó, ya se desprendió de mí. Por lo tanto no me puedo sentir muy orgulloso de mis trabajos anteriores, porque lo mejor que tienen es que parecen hechos por alguien más. Desde luego que me da mucho gusto que un libro como La noche navegable, que se publicó en 1980, siga vivo, lo mismo que Albercas y los primeros textos que escribí.

Hace poco estuve en un proyecto con Diego Herrera de Caifanes y otros músicos de rock, leyendo textos míos que provienen de Tiempo transcurrido, que es un libro también de esa época, escribí el primer borrador en 1980, inmediatamente después de publicar La noche navegable. Estoy leyendo textos que se remontan a 30 años o más. No escribiría ya nada equivalente, pero me parece interesante refrescarlos con la lectura actual y con la música que le puso Diego.

En una persona, no solo en un escritor, coexisten muchas edades y una de las cosas más ricas de la experiencia es poder conservar dentro de ti a muchas personas que fuiste. Me encanta la dedicatoria de El principito donde Saint-Exupéry dice que es para su mejor amigo, pero no para el adulto que es en ese momento, sino para el niño que fue, porque comenta que todos los adultos han sido niños pero la mayoría lo ha olvidado. Es muy importante mantener vivas todas estas edades dentro de ti, enriquece, como escritor me gustaría conservarlas, aunque yo ya no pueda ser ese escritor. No podría volver a escribir de esa manera.

 

LM: De Albercas (segundo libro de Juan Villoro, publicado en 1985 por Joaquín Mortiz) hay un cuento que disfruto mucho, Pegaso de Neón.

JV: Pegaso de Neón lo incluí en una antología que se llama Espejo retrovisor (2013). Cuando Editorial Planeta me propuso hacer una compilación de crónicas y cuentos, me pareció que la única manera legítima de abordar esta tarea era responder a mi memoria: es decir de inmediato qué crónicas y cuentos llegaban a mí sin mayor selectividad o sin un criterio de comparación o complementación. No pensar en qué tipo de escritor debo ser yo para mostrar distintas facetas, sino genuinamente cuáles son las historias que regresan inmediatamente a mí. Pegaso de Neón fue una de ellas, al menos en mi memoria actual es un texto que está muy cerca.

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La labor periodística de Juan Villoro pasa por eso que él ha llamado periodismo de tentación que no es otra cosa que aquellos textos periodísticos que se escriben sin el apremio de informar sobre los grandes temas, sino con la intención de disfrutarse, como pasar por una heladería y comprar un gran cono, no para alimentarse sino para gozar. Uno de los mayores ejemplos mexicanos de este periodismo se encuentra en Instrucciones para vivir en México (Booket) que compila los artículos escritos por Jorge Ibargüengoitia para el periódico Excélsior entre 1969 y 1976. Ibargüengoitia logra convertir las situaciones más ordinarias en narraciones divertidísimas que abren el apetito para devorar la siguiente. En la introducción de Hay vida en tierra (Anagrama), Villoro apunta que esa antología de sus columnas que aparecieron entre 1995 y 2012 en La Jornada Semanal, Letras Libres y Reforma, pretende seguir los pasos del trabajo de Ibargüengoitia.

 

LM: Guillermo Sheridan escribió sobre Instrucciones para vivir en México, que lo más valioso es la capacidad de Ibargüengoitia para hacer que avatares externos sean los depositarios de las afrentas que la vida presenta en su contra y así convertirlas en acontecimientos hilarantes. Agregaría que tanto él, como tú, en Hay vida en tierra, consiguieron sublimar la cotidianidad. ¿Cómo logras llegar a ese desprendimiento?

JV: Una de las cosas para las que sirve la literatura es para cobrar venganza de los desastres de la vida diaria. Hay cosas que molestan, que son latosísimas, pero que si lo conviertes en una historia se vuelve tolerable. Esa es una reacción humana, inconsciente y casi crónica. No necesitas ser un escritor para tratar de entender tu vida como una historia y darle otro sentido: Si vas al médico, sospechas que tienes una enfermedad grave, él te pone la radiografía enfrente y ve una manchita, empieza a hablar de lo que tienes, de inmediato comienzas a justificarte, defenderte con un relato: «si me dice que tengo cáncer, voy a hacer un testamento, voy a hacer esta otra cosa, voy a renunciar a mi trabajo, cómo se lo voy a plantear a mi mujer». Tratamos de ordenar la vida con una narración que pueda reforzarla. Probablemente el médico dirá que no pasa nada «esto que se ve grave no lo es». El relato se vuelve innecesario, pero todos nosotros para darle sentido a la existencia, para soportar, la organizamos mediante narraciones.

Esta reacción tiene muchas maneras de expresarse, me gusta utilizar irónicamente cosas que me parecieron espeluznantes, pero que una vez narradas pueden ser divertidas. La literatura irónica es una reconciliación crítica con la realidad. No dejas de reconocer que eso está mal, que hubo una chambonada, que los trámites fueron insoportables, pero al mismo tiempo te reconcilias con el resultado de haber salido de ahí para poder contarlo. El que ríe al último ríe mejor.

–o–

Mi capítulo favorito de Los Simpsons es ese donde Homero intenta compartir sus gustos musicales con Bart y Lisa, pero al ver su fracaso recuerda una ocasión cuando, siendo muy joven, se preparaba frente al espejo para salir rockear mientras cantaba You make me feel like dancing de Leo Sayer y su papá, el abuelo Simpson, lo interrumpió. Homero le responde que él no entiende porque ya no está en onda; a lo que Abe le dice: «yo sí estaba en onda, pero luego cambiaron la onda, ahora la onda que traigo no es onda y la onda de onda me parece muy mala onda y te va a pasar a ti». Homero concluye que eso no le va a pasar a él, sin embargo, cuando va a una tienda de discos encuentra que sus bandas favoritas están en la sección de oldies y fueron reemplazados por Sonic Youth y Nine Inch Nails. El episodio data de 1996, probablemente hoy, a 20 años de distancia, pocos chicos menores de 20 años tengan una imagen mental clara de NIN, Sonic Youth, Smashing Pumpkins, Peter Frampton o Cypress Hill. Así es el rocanrol, cada generación cree que fue la mejor y difícilmente voltea a ver el presente. El riesgo de crecer está en dejar de cultivar nuestras aficiones. Juan Villoro es un roquero de campeonato, pero me preguntaba ¿encuentra bandas nuevas que le gusten?  

JV: Tengo una hija de 17 años que es súper rockera, acabamos de ir a un concierto de State Champs. Vamos mucho a ver bandas independientes. También escucho rock clásico y de muy distintas épocas.

Su gusto por State Champs es una verdadera extravagancia, pues son una banda de pop punk, con una historia discográfica que recién empezó hace tres años. Además carecen de la complejidad musical que algunos devotos del rocanrol clásico exigen para obviar que los integrantes de una banda no sean sus contemporáneos. Desde que conversamos le he contado la historia a varios amigos, a todos les resulta insólito. Somos tan prejuiciosos como Homero, Bart y Lisa.   

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Antes de empezar la entrevista, Sofía se me acercó y lanzó una instrucción de entrenadora olímpica, casi inaudible para los demás: «20 minutos». Luego desapareció por las escaleras, volvió más tarde e hizo un ademán para indicarme que el tiempo estaba por agotarse, como quien advierte que hay que apresurar las brazadas o pedalear más rápido si se quiere competir por las medallas. Lancé una última pregunta.

 

LM: ¿Cuáles son las problemas de ser tan alto?

JV: Te pegas en todas partes. El mundo no está hecho para los altos. Eres una persona que está comprobando los materiales de construcción: te pegas con el techo, con el quicio de una puerta, con una lámpara, con un candelabro. Todo el tiempo te estás pegando y te jorobas mucho, porque las personas son más bajitas, para escucharlos te estás jorobando o para que no te vean tan alto. No me molesta ser alto pero tiene sus inconvenientes.

 

LM: ¿Mancharse la camisa con la sopa?

JV: También. Otra cosa, los altos tenemos peor ritmo para bailar, a excepción de Fred Astaire y muy poquitos grandes bailarines. Tenemos menos sentido del equilibrio: solo he esquiado en nieve una vez. Logré un récord negativo perfecto, porque en la primera bajada me rompí el tobillo. Los altos tenemos problemas para mantener el equilibrio. Algo particularmente grave si ese alto además es libra.

–o–

Solo pasado por dos minutos, me despedí, no sin antes resolver el misterio que nos tenía ahí: Juan me contó que la tarde anterior, en el intermedio entre sus dos conferencias, aprovechó para ir a comer a La Gran Vía y descubrió por qué su columna estaba enmarcada. Resultó que en realidad los propietarios del lugar habían decidido conservar la página del periódico Reforma porque ese día Catón (Armando Fuentes Aguirre) les dedicó algún párrafo. «La mía se coló por casualidad».

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Cómo calificar un altar de muertos | Columna de León García Lam

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VOLUTA IX.

La antropología (eso piensa una buena parte de la población) es una ciencia sin gran aplicación práctica. Sirve, entre otras muy pocas cosas, para determinar al ganador del concurso de altar de muertos que se organiza cada año en cada escuela de México. En mi flaco currículum, durante mis pininos profesionales se amontonan los reconocimientos que dicen más o menos así:

La escuela Bomberos Heroicos perteneciente al SEER otorga el presente reconocimiento al Mtro. (en ese mundo todos somos maestros) León García Lama por su valiosa participación como jurado en el TRADICIONAL CONCURSO DEL ALTAR DE MUERTOS “INNOVANDO NUESTRAS TRADICIONES”. Luego viene un lema como “El saber se forja con el conocimiento de cada día”, a 31 de octubre de (cualquier año entre 1997 y el 2012). Firman: autoridades escolares.

Por esa razón, estimadas y estimados tres lectores de la Voluta, les lego la sabiduría que se adquiere al ser jurado, año tras año, de la verdadera tradición de México que no es poner un altar, sino el concurso “para que no se pierdan las tradiciones”.

Bueno, no lo haré, sino hasta el próximo año (si es que) porque en este 2020, no se realizará ningún concurso “tradicional”, aunque paradójicamente es el año con más muertos que hemos tenido en la historia de México: 40,863 muertos por violencia; 139 153 por causas asociadas al COVID más los muertitos de causas “normales” dan la escalofriante y huesuda cifra de 193 170 muertes, dicho conservadoramente por las instituciones oficiales (CENAPRECE).

 

Cómo poner un altar de muertos

Lo más importante ya lo tenemos: los muertitos. Lo segundo más importante también: el hambre de tamales. Ponga una mesa y una caja pegados a la pared, simulando una pirámide de tres pisos que es una representación del mundo. ¿El mundo tiene tres pisos? Sí y trate de no hacer preguntas. Un altar digno presume dos características: cuida la simetría y está organizado en montones de 2, 3 y 4 cosas ¿por qué? Pues ya le dije: no haga preguntas. Usted ponga en las esquinas 3 naranjas, en un platito 4 tamales y otros tantos plátanos de alfeñique, 2 panes de muerto en cada lado de su altar. La lógica obedece así: si usted fuera muerto ¿qué necesitaría? Un chocolate, unos cigarritos (allá en el mundo de los muertos todos fuman, incluso los que murieron de enfisema), una cervecita, un camote, un dulce de chilacayote. La imagen es etérea como los recuerdos, una fotografía ayuda, no al difunto a reconocerse, sino a saber que las ofrendas son para él o para ella y que puede invitar a sus compitas. Se sabe de diálogos así:

–¿A ti qué te pusieron, tú?

–Unas guayabas, un vaso sin nada, otro con tierra, otro con agua y una veladora (quesque los cuatro elementos), un puño de sal y un caminito de cempasúchil.

–No, pus te fue bien, a mí no me pusieron nada, pero la chaviza se andaba pintando la cara como osos panda, que porque “es la tradición”.

–Acá pusieron tamalitos, taquitos de pastor, atole, cafecito, frutas y dulces.

–¿Dónde dónde?

 

La poesía

Nocturno en que habla la muerte

Xavier Villaurrutia

 

Si la muerte hubiera venido aquí, conmigo, a New Haven,

escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,

en el bolsillo de uno de mis trajes,

entre las páginas de un libro

como la señal que ya no me recuerda nada;

si mi muerte particular estuviera esperando

una fecha, un instante que sólo ella conoce

para decirme: “Aquí estoy.

Te he seguido como la sombra

que no es posible dejar así nomás en casa;

como un poco de aire cálido e invisible

mezclado al aire duro y frío que respiras;

como el recuerdo de lo que más quieres;

como el olvido, sí, como el olvido

que has dejado caer sobre las cosas

que no quisieras recordar ahora.

Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:

estoy tan cerca que no puedes verme,

estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.

Nada es el mar que como un dios quisiste

poner entre los dos;

nada es la tierra que los hombres miden

y por la que matan y mueren;

ni el sueño en que quisieras creer que vives

sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;

ni los días que cuentas

una vez y otra vez a todas horas,

ni las horas que matas con orgullo

sin pensar que renacen fuera de ti.

Nada son estas cosas ni los innumerables

lazos que me tendiste,

ni las infantiles argucias con que has querido dejarme

engañada, olvidada.

Aquí estoy, ¿no me sientes?

Abre los ojos; ciérralos, si quieres.”

 

Y me pregunto ahora,

si nadie entró en la pieza contigua,

¿quién cerró cautelosamente la puerta?

¿Qué misteriosa fuerza de gravedad

hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?

¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,

la voz de una mujer que habla en la calle?

 

Y al oprimir la pluma,

algo como la sangre late y circula en ella,

y siento que las letras desiguales

que escribo ahora,

más pequeñas, más trémulas, más débiles,

ya no son de mi mano solamente.

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LA ALEGRIA | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas.

«¿Sabes, Hump? –confiesa el héroe de una de las novelas de Gilbert K. Chesterton, el gran polemista inglés-, los hombres modernos tienen una idea muy equivocada de la vida. Parece que esperan de la naturaleza lo que ésta nunca ha prometido darles y, mientras tanto, destruyen todo aquello que en realidad les da.
En las iglesias ateas de Ivywood todos hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de alegría absoluta y de corazones que laten por todos, pero no por ello tienen un aspecto más alegre que los demás… Yo no sé si Dios entienda por felicidad el gozo que todo lo comprende y todo lo supera, pero Dios quiere que cada hombre tenga su alegría, y yo tengo toda la intención de no dejármela robar».

Para ser sincero, yo también he escuchado muchos discursos como el de las iglesias ateas de Ivywood, y no precisamente en las iglesias ateas de Ivywood; también yo he oído cientos de sermones que hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de corazones que laten por todos, y acaso no sólo los haya oído, sino tal vez incluso pronunciado. Lo que no sé es si modificando el texto de Chesterton y escribiendo «parroquias cristianas» allí donde él sólo dijo «iglesias ateas» cambiarían mucho las cosas.

Los cristianos hablamos de resurrección, de vida perdurable, de providencia o cuidado de Dios, de amor sin límites, pero no por eso vivimos más contentos. Todo parece indicar que los creyentes nos tomamos bien poco en serio lo que nos dicen nuestro pastores en sus –a menudo largos y muy aburridos- sermones. Sí, hemos de confesarlo bajando la cabeza: en nuestras iglesias, las homilías son saetas que esquivamos lo mejor que podemos… Cuenta Julien Green en un librito suyo titulado Liberté que hubo en París no hace mucho tiempo una dama de la alta sociedad que cada vez que iba a Misa advertía con severidad a su sirvienta: «Si el señor cura predica sobre la fe o sobre el perdón de los pecados, me dejas dormir; pero si habla de María Magdalena, me despiertas». Ella, como quiera que sea, iba a la iglesia únicamente a cumplir, y, por supuesto, a dormirse.

«Voy a definirle lo contrario de un pueblo cristiano –dice el párroco de Torcy en esa gran novela de Georges Bernanos que es su Diario de un cura rural-: lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos. Acaso me objete usted que la definición tiene muy poco de teológica, pero basta para hacer reflexionar a los caballeros que bostezan los domingos en Misa. ¡Claro que bostezan! No querrá que en media hora semanal, la Iglesia pueda enseñarles la alegría. E incluso si se supieran de memoria el Catecismo de Trento, no estarían probablemente más alegres».

Y sí, la verdad es que la fe debería tener el poder de hacernos más alegres, más sonrientes, menos hoscos. Un cristiano no debería atreverse a salir a la calle si antes no ve reflejado en el espejo un rostro resucitado.

Cuando, hace ya muchos años, leí por primera vez La farisea de François Mauriac, cómo se me quedó grabado lo que dijo uno de los personajes al referirse a una antipática señora que andaba por allí cerca y que se las daba de muy católica: «Lo que voy a decir puede asustarte, pero pienso que es mejor ser una bestia inmunda que tener la clase de virtud de Brigitte Pian». ¡Dios mío, qué frase más dura! Y; sin embargo, es preciso reconocerlo: sí, hay en este mundo gente muy católica, lo que se dice muy católica, pero al mismo tiempo muy insoportable y muy antipática. ¿Por qué se avergüenzan de mostrar un rostro atractivo y jovial? ¿Qué se lo impide?

A estas personas habría que recordarles lo que escribió una vez Andrew M. Greeley en uno de sus libros: «Las personas que creen en la resurrección deben ser gente alegre, y los cristianos católicos que tienen una visión relativamente más benigna de su naturaleza que nuestros hermanos separados, tienen que ser una congregación de gente más alegre, más jovial y más bromista. Todo lo que tengan de graves, de ásperos, de severos lo tienen de fallo como católicos… La Iglesia necesita hombres que tengan visión. Necesita hombres jubilosos, alegres y de corazón fuerte que caigan en la cuenta de que, a pesar de lo desesperada que pueda ser la situación, nunca se la debe permitir que se ponga seria; y aunque puedan extinguirse las luces, siempre hay esperanza de que vuelvan a encenderse». La excesiva severidad no siempre es signo de seriedad; a menudo es más bien muestra de una soberana estupidez.

San Pablo, poco antes de poner punto final a la carta que dirigió a los filipenses, les amonesta así: «Como cristianos, estén siempre alegres: se lo repito, estén alegres. Que todo el mundo note lo comprensivos que son. El Señor está cerca, no se angustien por nada» (4, 4). ¿Por qué esta insistencia del apóstol en cosas tan aparentemente secundarias como la alegría? ¿Por qué les dice una y otra vez que estén alegres? ¡Ah, bien sabía él lo propensos que somos los cristianos a dejarnos llevar por la tristeza y a andar por las calles de la vida mostrando un rostro de amargura!

¿Ha leído usted una famosa pieza teatral de Paul Claudel (1868-1955) titulada El padre humillado? Pues bien, en esta pieza hay una escena en la que el Papa envía este mensaje a Oriano de Homodannes: «Oriano, hijo mío, haz comprender a los hombres que no tienen otra cosa que hacer en el mundo que estar alegres. Hazles entender que la alegría que nosotros conocemos y estamos encargados de transmitir no es una palabra vaga o un insípido lugar común de sacristía, sino una noble, deslumbrante, íntima y profunda realidad, en cuya comparación lo demás no vale nada. Esta alegría es algo humilde, material, atrayente, como el pan que se apetece, como el vino que nos parece bueno, como el agua que nos hace morir cuando no nos la dan, como el fuego que quema, como la voz que resucita…».

¡Ah, sería necesario que el Papa nos enviase una carta en la que nos hablara largamente sobre la conveniencia de la alegría! No sé, tal vez sólo entonces nos la tomaríamos un poquito más en serio…

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#Si Sostenido

Un cohete potosino para el padre de un robot pianista | J.R. Martínez/ Dr. Flash

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EL CRONOPIO.

El 14 de marzo de este dramático dos mil veinte, en pleno inicio de la crisis del coronavirus en San Luis Potosí, se lanzaba después de cuarenta y ocho años, un cohete en Cabo Tuna. El municipio de Charcas sería el testigo de esta histórica fecha, pues el cohete de combustible sólido Fénix 2, es uno de nueva generación que recupera el proceso histórico en el diseño de cohetes en el país y en especial en nuestro estado.

El cohete fue desarrollado por el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre y el Instituto de Física de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con ello Cabo Tuna vuelve a marcar hitos en la historia de la ciencia y tecnología mexicana.

El programa Cabo Tuna inició en 1957 en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con el lanzamiento del primer cohete diseñado y construido en México, el Física I, lanzado el 28 de diciembre de 1957. El programa tuvo un receso en 1972 y cuarenta y seis años después reinicia con el nuevo programa “Cabo Tuna, hacia un programa espacial mexicano”, impulsado por el Instituto de Física de la UASLP y el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre.

El cohete lanzado en Charcas lleva el nombre de Cohete Fénix I-2 “Alejandro Pedroza Meléndez”. Dedicado al Dr. Alejandro Pedroza Meléndez, por su contribución al desarrollo del área aeroespacial en México, así como a la tecnología mexicana.

Alejandro Pedroza Meléndez es un científico mexicano nacido en Villa de Arriaga, San Luis Potosí, se formó en el Instituto Politécnico Nacional y posteriormente ingresó como investigador en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla donde fundó el Laboratorio de Semiconductores, ahí, bajo su dirección, se construyeron una gran cantidad de dispositivos biomédicos y donde se desarrollaron las primeras celdas solares con calidad espacial en el país. Fundó además el Laboratorio de Microelectrónica, que fue un referente para el desarrollo de la microelectrónica en México; en dicho laboratorio se diseñó y construyó con tecnología nacional, la instrumentación necesaria para la fabricación de microcircuitos. Después se creó la sección de bioelectrónica para aplicarlos a instrumentos médicos.

A los microcircuitos fabricados en el Laboratorio se les dio una aplicación social inmediata en las primeras manos biónicas mexicanas, en los primeros estimuladores óseos mexicanos y en los primeros marcapasos mexicanos.

Alejandro Pedroza y su equipo desarrollaron los primeros microprocesadores en México, con los cuales fue construido el famoso Robot Pianista “Don Cuco el Guapo”, que en la década de los noventa visitó varias veces San Luis Potosí, ofreciendo conciertos en el Teatro de la Paz y en el teatro Carlos Amador, dentro de nuestros eventos de divulgación científica.

Fue director del programa de desarrollo del primer satélite experimental mexicano SATEX-I, donde participaron más de setenta investigadores de once instituciones de educación superior del país.

Alejandro ha recibido reconocimientos en su estado natal: Trayectoria de Éxito en el 2015 y Científicos Potosinos en 1994, en el marco del IV Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia que nos tocó organizar, aquí en San Luis Potosí.

Por toda esta labor en beneficio de la sociedad mexicana, por el camino de la ciencia y la tecnología, se le asignó su nombre al cohete Fénix que perturbara el apacible cielo del altiplano potosino hace siete meses.

 

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