julio 6, 2024

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#Si Sostenido

Fiestas felinas

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Por: Luis Moreno Flores

“(…) y a través de la noche te vas. Ya no quieres seguir bailando otra vez, otra vez. Y este día ha estado mal, ahora quieres volver a tu hogar, fiestas, fiestas (…) y tu madre te llama para que vuelvas a tu hogar. Fiestas, fiestas.”, Rituales.

El primero de enero del dos mil diez decidí terminar la noche a las dos aeme. Comenzaba a soñar y sonó mi teléfono; era Marcelo, mi mejor amigo de ese entonces, me invitaba a una reunión en el hogar de su abuelo a pocas calles.

–Vente wey, hay un chingo de chelas y pomo.

–No, ya estaba dormido.

–No seas joto y ven.

–¿Con quién estás?

–Mi carnal, tíos, primos y algunos amigos.

–Bueno, llego en quince.

Dejé la cama, tomé la ropa que antes usé en mi propia fiesta familiar, rellené los bolsillos del abrigo con cigarros, las llaves y un poco de dinero. No es que sea una persona influenciable, pero acabé motivado por el desfile de asistentes que mencionó Marcelo, en realidad una en específico: Carolina, su prima.

Meses antes, durante una comida de viernesanto, la conocí en la misma casa. Ella llegó enfundada en su uniforme del colegio. El deseo lascivo al verla con las piernas tan blancas recubiertas de largas calcetas azules y su cara adornada con breves galaxias de barros y pecas, me obligó a hundirme dentro del plato de habas para no pensar en acorralarla en la cocina para revisar debajo de su falda tableada.

Enfilé por los callejones semipavimentados que al resto del mundo le producen temor y que los nativos navegamos con tranquilidad pasmosa. Siempre pienso en ese espacio, ubicado a la orilla de la calle principal de mi pequeña ciudad, como una jungla que trata de devorar el capricho del progreso humano. Cuando hubo una plaga de ardillas imaginé que en algún momento tendríamos simios balanceándose por los limoneros, pirules y árboles de manzana.

Tardé muy poco en aterrizar en la fiesta, desde lejos vi cómo se habían apoderado de la calle que corría frente a la casa. Uno de los primos de Marcelo tocaba regetón con sus artilugios de diyei. Mi amigo se apresuró a recibirme con una cerveza Pacífico.

Entramos para sentarnos a conversar en la sala, donde Pablito y Felipe discutían sobre cuál era la mejor marca de antitranspirante. Sumamos nuestras opiniones, hasta que Pablito propuso salir de la casa a comprar cigarros y de paso fumar un toque. Después de atizarnos, llegamos a una sucursal de esas cadenas de mini supermercados que despachan las 24 horas, en ella parecían no saber que era primero de enero. Tal vez la marihuana empezaba a ponerme reflexivo: entristecí al pensar que el encargado de la caja no superaba nuestros 20 años y estaba obligado a permanecer ahí. La empatía duró poco, aproveché su viaje al estante de cigarros para robar chocolates.

La marihuana siempre me genera apatía, así que procuro fumar cuando ya bebí antes, supongo que ese día no tomé lo suficiente, de inmediato perdí el interés en la charla, a Marcelo le pasó igual y al llegar se quedó dormido sobre un sillón con estampado de cebra (una extravagancia para la casa de un viejo piloto aviador).

Abandoné a mis amigos que cotorreaban sobre las películas de Lindsay Lohan. Recordé el objetivo inicial de asistir a la reunión y fui a buscar por los tres pisos de la casa a Carolina. Terminé harto, era obvio que no estaba en esa fiesta, pues no había suficientes invitados como para pasar desapercibida.

Encendí un cigarro cerca de una ventana y descubrí que al otro lado había una escalera de seguridad rumbo al techo. Tambaleante por el frío y el alcohol, logré llegar a la azotea y vi a un chico pálido parecido al vocalista de una banda cuyo nombre no recuerdo: tenía gafas enormes, una pierna cruzada sobre la otra, usaba la mano izquierda para fumar con indiferencia en una pose elegante con la que reclamaba ser visto aunque estuviera solo.

Lo saludé, explicó que se llamaba David y era hermano de Marcelo, tenía 13 años, al escuchar su edad traté de reprenderlo por fumar, pero soltó un argumento irrefutable, «hace dos años que lo hago». No supe si eso le restaba importancia a que fumara, sin embargo, no volví a cuestionar.

Como ambos teníamos nuestros propios cigarros y él se previno con un paquete de cervezas, pudimos conversar sin la incomodidad de bajar a conseguir más suministros. Primero abordamos sus lazos familiares, irremediablemente mencioné a su prima y comentó, sin remordimientos, que sentía la misma atracción que yo hacia ella. Luego sobre su hermano, a quien consideraba un “pendejo pretencioso”, rehuí a la crítica y cambiamos de tema a la literatura. Teníamos algunos autores en común.

Justo cuando David comenzaba a disertar sobre Baudelaire, un espasmo lo hizo vomitar sobre mis zapatos. Se disculpó, lo tranquilicé, en verdad no tenía importancia; reparé de nuevo en que prácticamente era un niño, no mayor que mi propio hermano. Fumaba, bebía y hablaba de incesto con soltura.

Aunque el alcohol y su corta edad le hacían difícil articular algunas ideas, pudo contarme una historia que nunca acabé por entender si era suya o la leyó. Comenzó con una pregunta:

–¿Te has dado cuenta cómo observan los gatos a los humanos?

–¿Qué?

–Sí, los gatos. ¿Alguna vez has estado frente a un espejo, sientes una mirada sobre ti, te das vuelta y hay un gato? Tienes gatos, ¿no?

–Es verdad, un par de veces he sorprendido a Celina y Malcriada mientras espían mis movimientos.

Luego de esa introducción, David procedió a hablar sobre un viejo pueblo guerrero cuyas habilidades para el combate y la ciencia los convencieron de no necesitar a los dioses. Para castigarlos por su arrogancia, las deidades decidieron quitarles aquello que les daba el valor de desafiarlos: su condición humana. El pueblo y toda su descendencia fueron condenados a convertirse en un animal obligado a seguir a los seres humanos a donde estos fueran, sin dejar de ser conscientes de lo que antes fueron. Así surgieron los gatos.

Para recordarles lo perdido, a los dioses se les ocurrió que la última noche del año (acorde a la cultura donde los felinos se encontraran) volverían a ser hombres y mujeres.

–Los gatos, todos, saben que ellos también debieron ser humanos y por eso los ven con tanto recelo. –Explicó el preadolescente, que cada vez parecía más sobrio a pesar de las bebidas. –Han aprendido a sobrellevar la situación, tanto que no se entristecen de ser personas una vez al año, sino que aprovechan para ir de fiesta y pasarla bien. Estoy seguro que si vuelves por tus gatos no los encontrarás.

El relato, aunque simpático, me causó algo de tristeza. Imaginé a mis mascotas en versión humana y esa visión resultó tranquilizadora, seguro que la pasaban bien.

–David, voy a bajar al baño, pero regreso para hablar más de esos gatos.

–Va, acá te espero. Vi a Carolina hace rato en el segundo piso, por si quieres aprovechar y saludarla.

Bajar la escalera de hierro resultó un reto mayor que subirla, posiblemente el alcohol y la droga se unieron para hacer estragos en mí.

Como pude, llegué al baño. Mientras orinaba miré mi rostro en el espejo del lavamanos, sentí que, al salir el líquido, mi grado de intoxicación descendía y las facciones de mi rostro volvían a tomar su lugar.

Después de asear mis zapatos en la regadera, lavarme las manos, mojarme la cara y medio peinarme, dejé el baño, justo en el momento en que Carolina parloteaba con su prima Mariana.

Las saludé y Carolina preguntó dónde había estado, Marcelo le advirtió de mi presencia y fue a buscarme.

–Siempre platicamos muy a gusto, ¿por qué te escondes?

–Para nada, estaba en el techo con tu primo David, es cagado e inteligente.

–Creo que estás confundido, no tengo ningún primo David. A lo mejor era Manuel. ¿Cómo es?

Cuando iba a comenzar la descripción de David, un gatito albino restregó su lomo contra la pierna de Carolina, esta se inclinó para levantarlo y lo acunó entre sus brazos y el vientre. El minino me dirigió una mirada furtiva.

–Ahora sí, ¿qué decías?

–Nada, lo confundí con tu primo Pepe. ¿Cómo se llama el gato?

–Es de mi abuelo, le dice El Carajo, yo prefiero Cascabel.

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Cómo calificar un altar de muertos | Columna de León García Lam

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VOLUTA IX.

La antropología (eso piensa una buena parte de la población) es una ciencia sin gran aplicación práctica. Sirve, entre otras muy pocas cosas, para determinar al ganador del concurso de altar de muertos que se organiza cada año en cada escuela de México. En mi flaco currículum, durante mis pininos profesionales se amontonan los reconocimientos que dicen más o menos así:

La escuela Bomberos Heroicos perteneciente al SEER otorga el presente reconocimiento al Mtro. (en ese mundo todos somos maestros) León García Lama por su valiosa participación como jurado en el TRADICIONAL CONCURSO DEL ALTAR DE MUERTOS “INNOVANDO NUESTRAS TRADICIONES”. Luego viene un lema como “El saber se forja con el conocimiento de cada día”, a 31 de octubre de (cualquier año entre 1997 y el 2012). Firman: autoridades escolares.

Por esa razón, estimadas y estimados tres lectores de la Voluta, les lego la sabiduría que se adquiere al ser jurado, año tras año, de la verdadera tradición de México que no es poner un altar, sino el concurso “para que no se pierdan las tradiciones”.

Bueno, no lo haré, sino hasta el próximo año (si es que) porque en este 2020, no se realizará ningún concurso “tradicional”, aunque paradójicamente es el año con más muertos que hemos tenido en la historia de México: 40,863 muertos por violencia; 139 153 por causas asociadas al COVID más los muertitos de causas “normales” dan la escalofriante y huesuda cifra de 193 170 muertes, dicho conservadoramente por las instituciones oficiales (CENAPRECE).

 

Cómo poner un altar de muertos

Lo más importante ya lo tenemos: los muertitos. Lo segundo más importante también: el hambre de tamales. Ponga una mesa y una caja pegados a la pared, simulando una pirámide de tres pisos que es una representación del mundo. ¿El mundo tiene tres pisos? Sí y trate de no hacer preguntas. Un altar digno presume dos características: cuida la simetría y está organizado en montones de 2, 3 y 4 cosas ¿por qué? Pues ya le dije: no haga preguntas. Usted ponga en las esquinas 3 naranjas, en un platito 4 tamales y otros tantos plátanos de alfeñique, 2 panes de muerto en cada lado de su altar. La lógica obedece así: si usted fuera muerto ¿qué necesitaría? Un chocolate, unos cigarritos (allá en el mundo de los muertos todos fuman, incluso los que murieron de enfisema), una cervecita, un camote, un dulce de chilacayote. La imagen es etérea como los recuerdos, una fotografía ayuda, no al difunto a reconocerse, sino a saber que las ofrendas son para él o para ella y que puede invitar a sus compitas. Se sabe de diálogos así:

–¿A ti qué te pusieron, tú?

–Unas guayabas, un vaso sin nada, otro con tierra, otro con agua y una veladora (quesque los cuatro elementos), un puño de sal y un caminito de cempasúchil.

–No, pus te fue bien, a mí no me pusieron nada, pero la chaviza se andaba pintando la cara como osos panda, que porque “es la tradición”.

–Acá pusieron tamalitos, taquitos de pastor, atole, cafecito, frutas y dulces.

–¿Dónde dónde?

 

La poesía

Nocturno en que habla la muerte

Xavier Villaurrutia

 

Si la muerte hubiera venido aquí, conmigo, a New Haven,

escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,

en el bolsillo de uno de mis trajes,

entre las páginas de un libro

como la señal que ya no me recuerda nada;

si mi muerte particular estuviera esperando

una fecha, un instante que sólo ella conoce

para decirme: “Aquí estoy.

Te he seguido como la sombra

que no es posible dejar así nomás en casa;

como un poco de aire cálido e invisible

mezclado al aire duro y frío que respiras;

como el recuerdo de lo que más quieres;

como el olvido, sí, como el olvido

que has dejado caer sobre las cosas

que no quisieras recordar ahora.

Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:

estoy tan cerca que no puedes verme,

estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.

Nada es el mar que como un dios quisiste

poner entre los dos;

nada es la tierra que los hombres miden

y por la que matan y mueren;

ni el sueño en que quisieras creer que vives

sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;

ni los días que cuentas

una vez y otra vez a todas horas,

ni las horas que matas con orgullo

sin pensar que renacen fuera de ti.

Nada son estas cosas ni los innumerables

lazos que me tendiste,

ni las infantiles argucias con que has querido dejarme

engañada, olvidada.

Aquí estoy, ¿no me sientes?

Abre los ojos; ciérralos, si quieres.”

 

Y me pregunto ahora,

si nadie entró en la pieza contigua,

¿quién cerró cautelosamente la puerta?

¿Qué misteriosa fuerza de gravedad

hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?

¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,

la voz de una mujer que habla en la calle?

 

Y al oprimir la pluma,

algo como la sangre late y circula en ella,

y siento que las letras desiguales

que escribo ahora,

más pequeñas, más trémulas, más débiles,

ya no son de mi mano solamente.

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LA ALEGRIA | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas.

«¿Sabes, Hump? –confiesa el héroe de una de las novelas de Gilbert K. Chesterton, el gran polemista inglés-, los hombres modernos tienen una idea muy equivocada de la vida. Parece que esperan de la naturaleza lo que ésta nunca ha prometido darles y, mientras tanto, destruyen todo aquello que en realidad les da.
En las iglesias ateas de Ivywood todos hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de alegría absoluta y de corazones que laten por todos, pero no por ello tienen un aspecto más alegre que los demás… Yo no sé si Dios entienda por felicidad el gozo que todo lo comprende y todo lo supera, pero Dios quiere que cada hombre tenga su alegría, y yo tengo toda la intención de no dejármela robar».

Para ser sincero, yo también he escuchado muchos discursos como el de las iglesias ateas de Ivywood, y no precisamente en las iglesias ateas de Ivywood; también yo he oído cientos de sermones que hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de corazones que laten por todos, y acaso no sólo los haya oído, sino tal vez incluso pronunciado. Lo que no sé es si modificando el texto de Chesterton y escribiendo «parroquias cristianas» allí donde él sólo dijo «iglesias ateas» cambiarían mucho las cosas.

Los cristianos hablamos de resurrección, de vida perdurable, de providencia o cuidado de Dios, de amor sin límites, pero no por eso vivimos más contentos. Todo parece indicar que los creyentes nos tomamos bien poco en serio lo que nos dicen nuestro pastores en sus –a menudo largos y muy aburridos- sermones. Sí, hemos de confesarlo bajando la cabeza: en nuestras iglesias, las homilías son saetas que esquivamos lo mejor que podemos… Cuenta Julien Green en un librito suyo titulado Liberté que hubo en París no hace mucho tiempo una dama de la alta sociedad que cada vez que iba a Misa advertía con severidad a su sirvienta: «Si el señor cura predica sobre la fe o sobre el perdón de los pecados, me dejas dormir; pero si habla de María Magdalena, me despiertas». Ella, como quiera que sea, iba a la iglesia únicamente a cumplir, y, por supuesto, a dormirse.

«Voy a definirle lo contrario de un pueblo cristiano –dice el párroco de Torcy en esa gran novela de Georges Bernanos que es su Diario de un cura rural-: lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos. Acaso me objete usted que la definición tiene muy poco de teológica, pero basta para hacer reflexionar a los caballeros que bostezan los domingos en Misa. ¡Claro que bostezan! No querrá que en media hora semanal, la Iglesia pueda enseñarles la alegría. E incluso si se supieran de memoria el Catecismo de Trento, no estarían probablemente más alegres».

Y sí, la verdad es que la fe debería tener el poder de hacernos más alegres, más sonrientes, menos hoscos. Un cristiano no debería atreverse a salir a la calle si antes no ve reflejado en el espejo un rostro resucitado.

Cuando, hace ya muchos años, leí por primera vez La farisea de François Mauriac, cómo se me quedó grabado lo que dijo uno de los personajes al referirse a una antipática señora que andaba por allí cerca y que se las daba de muy católica: «Lo que voy a decir puede asustarte, pero pienso que es mejor ser una bestia inmunda que tener la clase de virtud de Brigitte Pian». ¡Dios mío, qué frase más dura! Y; sin embargo, es preciso reconocerlo: sí, hay en este mundo gente muy católica, lo que se dice muy católica, pero al mismo tiempo muy insoportable y muy antipática. ¿Por qué se avergüenzan de mostrar un rostro atractivo y jovial? ¿Qué se lo impide?

A estas personas habría que recordarles lo que escribió una vez Andrew M. Greeley en uno de sus libros: «Las personas que creen en la resurrección deben ser gente alegre, y los cristianos católicos que tienen una visión relativamente más benigna de su naturaleza que nuestros hermanos separados, tienen que ser una congregación de gente más alegre, más jovial y más bromista. Todo lo que tengan de graves, de ásperos, de severos lo tienen de fallo como católicos… La Iglesia necesita hombres que tengan visión. Necesita hombres jubilosos, alegres y de corazón fuerte que caigan en la cuenta de que, a pesar de lo desesperada que pueda ser la situación, nunca se la debe permitir que se ponga seria; y aunque puedan extinguirse las luces, siempre hay esperanza de que vuelvan a encenderse». La excesiva severidad no siempre es signo de seriedad; a menudo es más bien muestra de una soberana estupidez.

San Pablo, poco antes de poner punto final a la carta que dirigió a los filipenses, les amonesta así: «Como cristianos, estén siempre alegres: se lo repito, estén alegres. Que todo el mundo note lo comprensivos que son. El Señor está cerca, no se angustien por nada» (4, 4). ¿Por qué esta insistencia del apóstol en cosas tan aparentemente secundarias como la alegría? ¿Por qué les dice una y otra vez que estén alegres? ¡Ah, bien sabía él lo propensos que somos los cristianos a dejarnos llevar por la tristeza y a andar por las calles de la vida mostrando un rostro de amargura!

¿Ha leído usted una famosa pieza teatral de Paul Claudel (1868-1955) titulada El padre humillado? Pues bien, en esta pieza hay una escena en la que el Papa envía este mensaje a Oriano de Homodannes: «Oriano, hijo mío, haz comprender a los hombres que no tienen otra cosa que hacer en el mundo que estar alegres. Hazles entender que la alegría que nosotros conocemos y estamos encargados de transmitir no es una palabra vaga o un insípido lugar común de sacristía, sino una noble, deslumbrante, íntima y profunda realidad, en cuya comparación lo demás no vale nada. Esta alegría es algo humilde, material, atrayente, como el pan que se apetece, como el vino que nos parece bueno, como el agua que nos hace morir cuando no nos la dan, como el fuego que quema, como la voz que resucita…».

¡Ah, sería necesario que el Papa nos enviase una carta en la que nos hablara largamente sobre la conveniencia de la alegría! No sé, tal vez sólo entonces nos la tomaríamos un poquito más en serio…

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#Si Sostenido

Un cohete potosino para el padre de un robot pianista | J.R. Martínez/ Dr. Flash

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EL CRONOPIO.

El 14 de marzo de este dramático dos mil veinte, en pleno inicio de la crisis del coronavirus en San Luis Potosí, se lanzaba después de cuarenta y ocho años, un cohete en Cabo Tuna. El municipio de Charcas sería el testigo de esta histórica fecha, pues el cohete de combustible sólido Fénix 2, es uno de nueva generación que recupera el proceso histórico en el diseño de cohetes en el país y en especial en nuestro estado.

El cohete fue desarrollado por el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre y el Instituto de Física de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con ello Cabo Tuna vuelve a marcar hitos en la historia de la ciencia y tecnología mexicana.

El programa Cabo Tuna inició en 1957 en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con el lanzamiento del primer cohete diseñado y construido en México, el Física I, lanzado el 28 de diciembre de 1957. El programa tuvo un receso en 1972 y cuarenta y seis años después reinicia con el nuevo programa “Cabo Tuna, hacia un programa espacial mexicano”, impulsado por el Instituto de Física de la UASLP y el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre.

El cohete lanzado en Charcas lleva el nombre de Cohete Fénix I-2 “Alejandro Pedroza Meléndez”. Dedicado al Dr. Alejandro Pedroza Meléndez, por su contribución al desarrollo del área aeroespacial en México, así como a la tecnología mexicana.

Alejandro Pedroza Meléndez es un científico mexicano nacido en Villa de Arriaga, San Luis Potosí, se formó en el Instituto Politécnico Nacional y posteriormente ingresó como investigador en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla donde fundó el Laboratorio de Semiconductores, ahí, bajo su dirección, se construyeron una gran cantidad de dispositivos biomédicos y donde se desarrollaron las primeras celdas solares con calidad espacial en el país. Fundó además el Laboratorio de Microelectrónica, que fue un referente para el desarrollo de la microelectrónica en México; en dicho laboratorio se diseñó y construyó con tecnología nacional, la instrumentación necesaria para la fabricación de microcircuitos. Después se creó la sección de bioelectrónica para aplicarlos a instrumentos médicos.

A los microcircuitos fabricados en el Laboratorio se les dio una aplicación social inmediata en las primeras manos biónicas mexicanas, en los primeros estimuladores óseos mexicanos y en los primeros marcapasos mexicanos.

Alejandro Pedroza y su equipo desarrollaron los primeros microprocesadores en México, con los cuales fue construido el famoso Robot Pianista “Don Cuco el Guapo”, que en la década de los noventa visitó varias veces San Luis Potosí, ofreciendo conciertos en el Teatro de la Paz y en el teatro Carlos Amador, dentro de nuestros eventos de divulgación científica.

Fue director del programa de desarrollo del primer satélite experimental mexicano SATEX-I, donde participaron más de setenta investigadores de once instituciones de educación superior del país.

Alejandro ha recibido reconocimientos en su estado natal: Trayectoria de Éxito en el 2015 y Científicos Potosinos en 1994, en el marco del IV Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia que nos tocó organizar, aquí en San Luis Potosí.

Por toda esta labor en beneficio de la sociedad mexicana, por el camino de la ciencia y la tecnología, se le asignó su nombre al cohete Fénix que perturbara el apacible cielo del altiplano potosino hace siete meses.

 

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