julio 3, 2024

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#Si Sostenido

Huir a la inversa: El #WirdFestival y el Rock de la Cárcel

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Por: Luis Moreno Flores

Durante casi siete meses, a principios de la década de los 70´s, José Agustín estuvo preso en el Palacio Negro de Lecumberri debido a que de regreso de un viaje a Acapulco decidió detenerse en casa de uno de sus amigos en Cuernavaca. Ahí fumaron un poco de marihuana; esa mañana una redada, encabezada por Arturo “El Negro” Durazo, irrumpió en el complejo de casas donde el escritor se encontraba, buscan a un grupo de traficantes. Margarita, la esposa del escritor, fue inculpada de consumir drogas, para rescatarla, José Agustín todo toda la responsabilidad de lo ocurrido.

José Agustín estaba convertido en una superestrella de la literatura, era “amigo” de Angélica María e incluso había dirigido una película con ella como protagonista. Pero la estancia en Lecumberri lo transformó para siempre: ahí coincidió con los presos políticos del movimiento de 1968, incluido uno de los escritores más importantes de la historia de México: José Revueltas. Tras la experiencia carcelaria su literatura maduró, pues, aunque ya tenía un par de novelas tremendamente relevantes como son La Tumba y De Perfil, llegaría su consagración con Se Está Haciendo Tarde, obra que escribió en las bolsas de papel donde su familia le llevaba un par de tortas los domingos.

Lecumberri, que hoy es el Archivo General de la Nación, fue fundada el 29 de septiembre de 1900 y es posiblemente la cárcel mexicana más icónica, debido a quienes una vez la poblaron, así como por ser uno de los primeros centros penitenciarios en el país que obedecen al Sistema Panóptico, modelo arquitectónico desarrollado por Jeremy Bentham a finales del siglo XVIII que consiste en una torre central con un faro visible desde todas las celdas, que permite al vigía observar cada sitio de la edificación sin que los presos sepan si están o no siendo vistos, lo que genera en ellos una percepción de vigilancia omnipresente. A partir de este tipo de estructuras Michel Foucault desarrolló Vigilar y Castigar, en donde explora el concepto de un gobierno que todo lo ve y sanciona.

El Palacio Negro tiene un hermano gemelo en San Luis Potosí, la ex Penitenciaría del Estado, que ha sido reformada para transformarse en uno de los complejos culturales más importantes de la región: el Centro de las Artes, que en su ala derecha, en lo profundo de sus entrañas, aún guarda un sitio sin restaurar, un testigo vivo de su desafortunado pasado. Ahí donde se recluía a los jóvenes, el pasado fin de semana tuvo lugar uno de los eventos más importantes para las historia musical de la ciudad: El #WirdFestival, que como un preso que huye a la inversa se apoderó de la cárcel para convertirla, por una noche, en el núcleo de la escena del rock. 

En esa zona recóndita usada en otro tiempo para purgar penas y jugar basquetbol, recubierta por el silencio y bajo el cobijo de una clandestinidad ex temporánea, que solo era delatada por tenues luces neón emanadas de una breve puerta que daba paso a un grupo de portones, escaleras y pasajes coronados con dibujos de series animadas, grupos de rock and roll de los años 80´s y mensajes que reclamaban libertad, se celebró la fiesta del año en cuanto a música independiente se refiere.

En los patios y salas ya restauradas nada advertía lo que en la parte más agreste de la penitenciaría, que en algún momento encerró a Francisco I. Madero, ocurría. El rock lograba escaparse del ojo panóptico que todo lo ve.

Lorelle Meets The Obsolete por Pepe Cisneros.

Un escenario de dimensiones respetables. A un lado, en la ex cancha de baloncesto, el área de descanso con pasto artificial y hamacas, además de una barra de cervezas. Al otro, estaciones de comida, ropa e incluso una del editorial que publica libros de Parménides García Saldaña y su hermano, atendido por el propio pariente del reconocido escritor (Edmundo García Saldaña).

A las cinco de la tarde le pregunté a Vladimir, el principal promotor del festival, si aún había boletos, me respondió que quedaban menos de 100. Para las nueve de la noche la gente seguía arribando, ya no había cupo para nadie más. Una paradoja: los jóvenes pedían a los encargados de la seguridad que los dejarán entrar a la cárcel.

El festival estaba dedicado a celebrar Literatura de la Onda, movimiento encabezado por José Agustín, Parménides García y Gustavo Sáenz, influenciado por los autores beatnik estadounidenses, además de J.D. Salinger y Nabokov. José Agustín siempre ha aborrecido el término “De la Onda”, pues fue acuñado por la escritora y crítica literaria Margo Glantz para usarlo de forma despectiva y denostar el trabajo de estos escritores, no obstante de alguna forma se le tenía que llamar a este movimiento de temáticas juveniles vinculadas con los excesos y el rock.

De las bandas participantes, Baby Nelson and The Philistines y Los Blenders, fueron quienes mejor representaron el concepto de la onda, pues sus letras adolescentes, divertidas y fiesteras así lo dictan, además en el caso de los segundos su sonido está claramente influido por el rock and roll de finales de los 60.

La Tumba, primera novela de José Agustín fue corregida y publicada en 1964 por Juan José Arreola, su autor tenía 20 años. En ella se narran la historia de Gabriel Guía, un joven escritor de no más edad que el autor, quien es hijo de una familia de clase alta en el Distrito Federal. Las aventuras del protagonista lo llevan a escenario de drogas, sexo, aborto, literatura… desde que escuché por primera vez a Los Blenders creí que serían el soundtrack perfecto para este libro. Luego de una muy entretenida presentación de la banda, en la que el público enloqueció un momento y comenzó a bailar, empujarse y lanzar cerveza por los aires, platiqué con ellos y les pude preguntar si tenía la misma percepción que yo sobre su música y La Tumba: “No. La verdad es que no leemos mucho”. La respuesta aunque un poco decepcionante, sirvió para confirmar un axioma de Parménides García que aparece en su ensayo En la ruta de la onda:

“Los jóvenes de todos los tiempos han sido onderos. La onda son los excesos. Vivir la vida en excesos según los tiempos […] La onda requiere un desgaste anormal de energía, si no, no es onda. Y tiene que ser irracional, si no pierde su nivel de trascendencia. Estar en onda es estar al margen, convertirse en outsider.”

Los Blenders cumplen con esa premisa (sin pretenderlo): tocan canciones rebeldes que podrían servir para musicalizar novelas escritas hace 50 años, mientras José Agustín escribió una novela que encontraría banda sonora en un grupo del 2014.

Los Blenders por Nahúm Delgado.

Aunque hubo un buen número de bandas importantes esa noche, como Lorelle Meets The Obsolete, The Young, Skin Town, Malos Modales… el evento terminó por explotar cuando XIII, una banda local, subió a tocar. El fenómeno era curioso, pese a haber bandas provenientes de fuera de San Luis, fuera de México e incluso del continente, la mayor expectación era escuchar a un grupo que se puede ver cada fin de semana en el circuito local de bares.

XIII por Pepe Cisneros.

Para cerrar, AAAA tocó un set con lo que se confirmó el éxito del festival: personas de diferentes entornos que se reúnen para pasarla bien bajo la relación simbiótica rock-juventud.

En 1984, José Agustín publicó su novela el Rock de la Cárcel; donde cuenta sus días de estancia en Lecumberri; hoy, a 30 años, no se me ocurre una mejor manera de hacer una apología a ese título que el #WirdFestival: ¿el rock potosino encerrado en la cárcel también conseguirá explotar como la literatura del escritor?

Chuby Gallardo por Nahúm Delgado.

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Cómo calificar un altar de muertos | Columna de León García Lam

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VOLUTA IX.

La antropología (eso piensa una buena parte de la población) es una ciencia sin gran aplicación práctica. Sirve, entre otras muy pocas cosas, para determinar al ganador del concurso de altar de muertos que se organiza cada año en cada escuela de México. En mi flaco currículum, durante mis pininos profesionales se amontonan los reconocimientos que dicen más o menos así:

La escuela Bomberos Heroicos perteneciente al SEER otorga el presente reconocimiento al Mtro. (en ese mundo todos somos maestros) León García Lama por su valiosa participación como jurado en el TRADICIONAL CONCURSO DEL ALTAR DE MUERTOS “INNOVANDO NUESTRAS TRADICIONES”. Luego viene un lema como “El saber se forja con el conocimiento de cada día”, a 31 de octubre de (cualquier año entre 1997 y el 2012). Firman: autoridades escolares.

Por esa razón, estimadas y estimados tres lectores de la Voluta, les lego la sabiduría que se adquiere al ser jurado, año tras año, de la verdadera tradición de México que no es poner un altar, sino el concurso “para que no se pierdan las tradiciones”.

Bueno, no lo haré, sino hasta el próximo año (si es que) porque en este 2020, no se realizará ningún concurso “tradicional”, aunque paradójicamente es el año con más muertos que hemos tenido en la historia de México: 40,863 muertos por violencia; 139 153 por causas asociadas al COVID más los muertitos de causas “normales” dan la escalofriante y huesuda cifra de 193 170 muertes, dicho conservadoramente por las instituciones oficiales (CENAPRECE).

 

Cómo poner un altar de muertos

Lo más importante ya lo tenemos: los muertitos. Lo segundo más importante también: el hambre de tamales. Ponga una mesa y una caja pegados a la pared, simulando una pirámide de tres pisos que es una representación del mundo. ¿El mundo tiene tres pisos? Sí y trate de no hacer preguntas. Un altar digno presume dos características: cuida la simetría y está organizado en montones de 2, 3 y 4 cosas ¿por qué? Pues ya le dije: no haga preguntas. Usted ponga en las esquinas 3 naranjas, en un platito 4 tamales y otros tantos plátanos de alfeñique, 2 panes de muerto en cada lado de su altar. La lógica obedece así: si usted fuera muerto ¿qué necesitaría? Un chocolate, unos cigarritos (allá en el mundo de los muertos todos fuman, incluso los que murieron de enfisema), una cervecita, un camote, un dulce de chilacayote. La imagen es etérea como los recuerdos, una fotografía ayuda, no al difunto a reconocerse, sino a saber que las ofrendas son para él o para ella y que puede invitar a sus compitas. Se sabe de diálogos así:

–¿A ti qué te pusieron, tú?

–Unas guayabas, un vaso sin nada, otro con tierra, otro con agua y una veladora (quesque los cuatro elementos), un puño de sal y un caminito de cempasúchil.

–No, pus te fue bien, a mí no me pusieron nada, pero la chaviza se andaba pintando la cara como osos panda, que porque “es la tradición”.

–Acá pusieron tamalitos, taquitos de pastor, atole, cafecito, frutas y dulces.

–¿Dónde dónde?

 

La poesía

Nocturno en que habla la muerte

Xavier Villaurrutia

 

Si la muerte hubiera venido aquí, conmigo, a New Haven,

escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,

en el bolsillo de uno de mis trajes,

entre las páginas de un libro

como la señal que ya no me recuerda nada;

si mi muerte particular estuviera esperando

una fecha, un instante que sólo ella conoce

para decirme: “Aquí estoy.

Te he seguido como la sombra

que no es posible dejar así nomás en casa;

como un poco de aire cálido e invisible

mezclado al aire duro y frío que respiras;

como el recuerdo de lo que más quieres;

como el olvido, sí, como el olvido

que has dejado caer sobre las cosas

que no quisieras recordar ahora.

Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:

estoy tan cerca que no puedes verme,

estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.

Nada es el mar que como un dios quisiste

poner entre los dos;

nada es la tierra que los hombres miden

y por la que matan y mueren;

ni el sueño en que quisieras creer que vives

sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;

ni los días que cuentas

una vez y otra vez a todas horas,

ni las horas que matas con orgullo

sin pensar que renacen fuera de ti.

Nada son estas cosas ni los innumerables

lazos que me tendiste,

ni las infantiles argucias con que has querido dejarme

engañada, olvidada.

Aquí estoy, ¿no me sientes?

Abre los ojos; ciérralos, si quieres.”

 

Y me pregunto ahora,

si nadie entró en la pieza contigua,

¿quién cerró cautelosamente la puerta?

¿Qué misteriosa fuerza de gravedad

hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?

¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,

la voz de una mujer que habla en la calle?

 

Y al oprimir la pluma,

algo como la sangre late y circula en ella,

y siento que las letras desiguales

que escribo ahora,

más pequeñas, más trémulas, más débiles,

ya no son de mi mano solamente.

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LA ALEGRIA | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas.

«¿Sabes, Hump? –confiesa el héroe de una de las novelas de Gilbert K. Chesterton, el gran polemista inglés-, los hombres modernos tienen una idea muy equivocada de la vida. Parece que esperan de la naturaleza lo que ésta nunca ha prometido darles y, mientras tanto, destruyen todo aquello que en realidad les da.
En las iglesias ateas de Ivywood todos hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de alegría absoluta y de corazones que laten por todos, pero no por ello tienen un aspecto más alegre que los demás… Yo no sé si Dios entienda por felicidad el gozo que todo lo comprende y todo lo supera, pero Dios quiere que cada hombre tenga su alegría, y yo tengo toda la intención de no dejármela robar».

Para ser sincero, yo también he escuchado muchos discursos como el de las iglesias ateas de Ivywood, y no precisamente en las iglesias ateas de Ivywood; también yo he oído cientos de sermones que hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de corazones que laten por todos, y acaso no sólo los haya oído, sino tal vez incluso pronunciado. Lo que no sé es si modificando el texto de Chesterton y escribiendo «parroquias cristianas» allí donde él sólo dijo «iglesias ateas» cambiarían mucho las cosas.

Los cristianos hablamos de resurrección, de vida perdurable, de providencia o cuidado de Dios, de amor sin límites, pero no por eso vivimos más contentos. Todo parece indicar que los creyentes nos tomamos bien poco en serio lo que nos dicen nuestro pastores en sus –a menudo largos y muy aburridos- sermones. Sí, hemos de confesarlo bajando la cabeza: en nuestras iglesias, las homilías son saetas que esquivamos lo mejor que podemos… Cuenta Julien Green en un librito suyo titulado Liberté que hubo en París no hace mucho tiempo una dama de la alta sociedad que cada vez que iba a Misa advertía con severidad a su sirvienta: «Si el señor cura predica sobre la fe o sobre el perdón de los pecados, me dejas dormir; pero si habla de María Magdalena, me despiertas». Ella, como quiera que sea, iba a la iglesia únicamente a cumplir, y, por supuesto, a dormirse.

«Voy a definirle lo contrario de un pueblo cristiano –dice el párroco de Torcy en esa gran novela de Georges Bernanos que es su Diario de un cura rural-: lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos. Acaso me objete usted que la definición tiene muy poco de teológica, pero basta para hacer reflexionar a los caballeros que bostezan los domingos en Misa. ¡Claro que bostezan! No querrá que en media hora semanal, la Iglesia pueda enseñarles la alegría. E incluso si se supieran de memoria el Catecismo de Trento, no estarían probablemente más alegres».

Y sí, la verdad es que la fe debería tener el poder de hacernos más alegres, más sonrientes, menos hoscos. Un cristiano no debería atreverse a salir a la calle si antes no ve reflejado en el espejo un rostro resucitado.

Cuando, hace ya muchos años, leí por primera vez La farisea de François Mauriac, cómo se me quedó grabado lo que dijo uno de los personajes al referirse a una antipática señora que andaba por allí cerca y que se las daba de muy católica: «Lo que voy a decir puede asustarte, pero pienso que es mejor ser una bestia inmunda que tener la clase de virtud de Brigitte Pian». ¡Dios mío, qué frase más dura! Y; sin embargo, es preciso reconocerlo: sí, hay en este mundo gente muy católica, lo que se dice muy católica, pero al mismo tiempo muy insoportable y muy antipática. ¿Por qué se avergüenzan de mostrar un rostro atractivo y jovial? ¿Qué se lo impide?

A estas personas habría que recordarles lo que escribió una vez Andrew M. Greeley en uno de sus libros: «Las personas que creen en la resurrección deben ser gente alegre, y los cristianos católicos que tienen una visión relativamente más benigna de su naturaleza que nuestros hermanos separados, tienen que ser una congregación de gente más alegre, más jovial y más bromista. Todo lo que tengan de graves, de ásperos, de severos lo tienen de fallo como católicos… La Iglesia necesita hombres que tengan visión. Necesita hombres jubilosos, alegres y de corazón fuerte que caigan en la cuenta de que, a pesar de lo desesperada que pueda ser la situación, nunca se la debe permitir que se ponga seria; y aunque puedan extinguirse las luces, siempre hay esperanza de que vuelvan a encenderse». La excesiva severidad no siempre es signo de seriedad; a menudo es más bien muestra de una soberana estupidez.

San Pablo, poco antes de poner punto final a la carta que dirigió a los filipenses, les amonesta así: «Como cristianos, estén siempre alegres: se lo repito, estén alegres. Que todo el mundo note lo comprensivos que son. El Señor está cerca, no se angustien por nada» (4, 4). ¿Por qué esta insistencia del apóstol en cosas tan aparentemente secundarias como la alegría? ¿Por qué les dice una y otra vez que estén alegres? ¡Ah, bien sabía él lo propensos que somos los cristianos a dejarnos llevar por la tristeza y a andar por las calles de la vida mostrando un rostro de amargura!

¿Ha leído usted una famosa pieza teatral de Paul Claudel (1868-1955) titulada El padre humillado? Pues bien, en esta pieza hay una escena en la que el Papa envía este mensaje a Oriano de Homodannes: «Oriano, hijo mío, haz comprender a los hombres que no tienen otra cosa que hacer en el mundo que estar alegres. Hazles entender que la alegría que nosotros conocemos y estamos encargados de transmitir no es una palabra vaga o un insípido lugar común de sacristía, sino una noble, deslumbrante, íntima y profunda realidad, en cuya comparación lo demás no vale nada. Esta alegría es algo humilde, material, atrayente, como el pan que se apetece, como el vino que nos parece bueno, como el agua que nos hace morir cuando no nos la dan, como el fuego que quema, como la voz que resucita…».

¡Ah, sería necesario que el Papa nos enviase una carta en la que nos hablara largamente sobre la conveniencia de la alegría! No sé, tal vez sólo entonces nos la tomaríamos un poquito más en serio…

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Un cohete potosino para el padre de un robot pianista | J.R. Martínez/ Dr. Flash

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EL CRONOPIO.

El 14 de marzo de este dramático dos mil veinte, en pleno inicio de la crisis del coronavirus en San Luis Potosí, se lanzaba después de cuarenta y ocho años, un cohete en Cabo Tuna. El municipio de Charcas sería el testigo de esta histórica fecha, pues el cohete de combustible sólido Fénix 2, es uno de nueva generación que recupera el proceso histórico en el diseño de cohetes en el país y en especial en nuestro estado.

El cohete fue desarrollado por el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre y el Instituto de Física de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con ello Cabo Tuna vuelve a marcar hitos en la historia de la ciencia y tecnología mexicana.

El programa Cabo Tuna inició en 1957 en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con el lanzamiento del primer cohete diseñado y construido en México, el Física I, lanzado el 28 de diciembre de 1957. El programa tuvo un receso en 1972 y cuarenta y seis años después reinicia con el nuevo programa “Cabo Tuna, hacia un programa espacial mexicano”, impulsado por el Instituto de Física de la UASLP y el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre.

El cohete lanzado en Charcas lleva el nombre de Cohete Fénix I-2 “Alejandro Pedroza Meléndez”. Dedicado al Dr. Alejandro Pedroza Meléndez, por su contribución al desarrollo del área aeroespacial en México, así como a la tecnología mexicana.

Alejandro Pedroza Meléndez es un científico mexicano nacido en Villa de Arriaga, San Luis Potosí, se formó en el Instituto Politécnico Nacional y posteriormente ingresó como investigador en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla donde fundó el Laboratorio de Semiconductores, ahí, bajo su dirección, se construyeron una gran cantidad de dispositivos biomédicos y donde se desarrollaron las primeras celdas solares con calidad espacial en el país. Fundó además el Laboratorio de Microelectrónica, que fue un referente para el desarrollo de la microelectrónica en México; en dicho laboratorio se diseñó y construyó con tecnología nacional, la instrumentación necesaria para la fabricación de microcircuitos. Después se creó la sección de bioelectrónica para aplicarlos a instrumentos médicos.

A los microcircuitos fabricados en el Laboratorio se les dio una aplicación social inmediata en las primeras manos biónicas mexicanas, en los primeros estimuladores óseos mexicanos y en los primeros marcapasos mexicanos.

Alejandro Pedroza y su equipo desarrollaron los primeros microprocesadores en México, con los cuales fue construido el famoso Robot Pianista “Don Cuco el Guapo”, que en la década de los noventa visitó varias veces San Luis Potosí, ofreciendo conciertos en el Teatro de la Paz y en el teatro Carlos Amador, dentro de nuestros eventos de divulgación científica.

Fue director del programa de desarrollo del primer satélite experimental mexicano SATEX-I, donde participaron más de setenta investigadores de once instituciones de educación superior del país.

Alejandro ha recibido reconocimientos en su estado natal: Trayectoria de Éxito en el 2015 y Científicos Potosinos en 1994, en el marco del IV Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia que nos tocó organizar, aquí en San Luis Potosí.

Por toda esta labor en beneficio de la sociedad mexicana, por el camino de la ciencia y la tecnología, se le asignó su nombre al cohete Fénix que perturbara el apacible cielo del altiplano potosino hace siete meses.

 

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