julio 13, 2025

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Las paredes nos hablan: el arte indígena novohispano | Columna de Edén Martínez

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Funambulista

 

El Arte Indocristiano

Una de las prioridades de la Corona Española en los primeros años después de la caída de Tenochtitlán el 13 de agosto de 1521, además de la ocupación del territorio, fue la evangelización de los pueblos indígenas. Por lo menos durante todo el siglo XVI, tres fueron las órdenes religiosas encargadas de cristianizara la Nueva España: Los Franciscanos, que llegaron en 1524, los Dominicos que les siguieron en 1526 y los Agustinos, que pisaron suelo novohispano hasta 1533. La tarea de evangelización funcionó a su vez para legitimar la Guerra Justa contra los pueblos chichimecas del norte, que todavía resistían, mientras se daba lugar a uno de los choques culturales más importantes de la historia universal.

Los indios tenían que ser educados en la palabra de Cristo para ser salvados, era el mandato que la providencia le había entregado a la Corona, pero además también debían aprender a escribir, a construir y a pensar como occidentales para que encajaran en la nueva realidad y para que fueran útiles. Esto además de un sincero interés por el pasado y las costumbres indígenas, se cristalizó en el establecimiento de varias escuelas y esfuerzos educativos realizados por las órdenes religiosas, como el proyecto de Pedro de Gante con el Colegio de San José de los Naturales, el Colegio de San Gregorio, o el Colegio de la Santa Cruz de Santiago Tlatelolco, fundado por fray Bernardino de Sahagún.

El sincretismo o la mezcla de estás dos tradiciones puede observarse claramente en la arquitectura y arte mural o pictórico de los conventos fundados en el primer periodo de la Colonia, donde se puede apreciar la combinación de elementos europeos y precolombinos. Hay varias denominaciones para este tipo de expresión artística y cultural, pero entre ellas sobresalen dos, que al mismo tiempo se contraponen: el término arte tequitqui, propuesto por el estudioso del arte mexicano José Moreno Villa, y el concepto de arte indocristiano, propuesto por el investigador Constantino Reyes-Valerio. El primero se define como “el producto que aparece en América al interpretar los indígenas las imágenes de una religión importada, y que aún está sujeto a la superstición indígena”, y el segundo, más acotado, se “concretaría principalmente al estudio del arte creado por los indios en los templos y conventos erigidos por las tres órdenes religiosas de franciscanos, dominicos y agustinos en el siglo XVI”.

El Grutesco

En un artículo para Letras Libres sobre El Pensamiento mestizo, de Serge Gruzinski, Christopher Domínguez Michael menciona que “los artistas indios dialogaron con el Renacimiento a través de centauros, moros contra cristianos que se vuelven conversos contra chichimecas y con el grutesco, ese adorno caprichoso de bichos, sabandijas, quimeras y follajes que Gruzinski encuentra en Parma y en Ixmiquilpan.” Con la palabra grutesco, Domínguez Michael se refiere a un estilo decorativo predominantemente español. Cuando el estilo artístico del Renacimiento invadía Italia, en España no creían que hubiera ningún motivo por el cuál renunciar a las formas góticas medievales, a las que consideraban, contrariamente, como “modernas”. En esta situación, el estilo artístico gótico permaneció de moda en la península ibérica hasta muy avanzado el siglo XVI, y las influencias renacentistas se adaptaron más como un ornamento que como una estructura.

A este estilo particular se le llamó Plateresco o Gótico Isabelino, y a los elementos decorativos renacentistas de su arquitectura se les denominó como grutescos. Lo grutesco (llamado así por la expresión italiana grotte, de bodega o gruta, en donde se encontraban las pinturas romanas augusteas que las inspiraron) terminó por definir una categoría estética diferenciada de la idea clásica de belleza, en oposición a la categoría de lo sublime. Insisto en lo anterior porque la decoración grutesca es muy común en el arte indocristiano del centro de México, y cobra características importantes al mezclarse con elementos prehispánicos.

Ixmiquilpan y Actopan: el arte como documento para la comprensión del pasado

Ahí, dentro del templo del exconvento agustino de San Miguel Arcángel, en Ixmiquilpan, donde “(las) metamorfosis de Ovidio fueron leídas en el siglo XVI en México (…) dando a luz a Perseos indígenas”, se encuentran algunas de las pinturas murales más antiguas e importantes de este tipo de arte, que son al mismo tiempo uno de los documentos más valiosos para el estudio histórico y antropológico de los procesos de aculturación, sincretismo y mestizaje en México. En los muros del convento podemos observar una gran batalla que para el historiador del arte José Luis Pérez Flores, tiene dos lecturas: el tema es una guerra espiritual que simboliza la psicomaquia (los combates del alma), el combate de los vicios contra las virtudes, y también una representación de la guerra chichimeca, en la que los guerreros indígenas cristianos, que pelean también en nombre de la civilización y la fe, toman el papel de verdaderos conquistadores, decorados con elementos grutescos y fantásticos.

Cuando uno se encuentra parado dentro de la nave del templo de San Miguel Arcángel, la sensación es de extraña fascinación: la arquitectura es occidental y los signos en las paredes intentan serlo, pero los colores y el estilo pictórico expone una fuerte tradición prehispánica. No cabe más que conjeturar cómo aquel mensaje de la guerra, la victoria y el sometimiento, era percibido por los habitantes locales de la región hace 500 años.

También en Hidalgo se encuentra otro importante ejemplo de pintura mural indocristiana: la capilla abierta del exconvento de San Nicolás Tolentino, en Actopan, fundado en 1546.  Las capillas abiertas fueron un recurso arquitectónico frecuentemente utilizado por las órdenes religiosas como estrategia de evangelización, con la intención de acercar a grandes grupos de indios a los cultos católicos, quienes estaban más habituados a las ceremonias al aire libre y que además no se sentían tan cómodos en espacios cerrados como las iglesias.

Ahora imaginen a cientos de indígenas de pie en una esplanada, observando el sacramento de la eucaristía, que está teniendo lugar en una estructura abierta semi circular. Detrás del altar están retratados una serie de sucesos bíblicos que adornan el muro (el diluvio, el pecado original, los jinetes del apocalipsis), coronadas con la imagen del Juicio Final en la parte superior, donde al parecer se está librando una batalla contra seres infernales. Si miran a la izquierda o a la derecha, notarán que una serpiente abre sus fauces a ambos lados, es el Leviatán, tragándose a aquellos que pecan o caen en el vicio, todo dentro de una enorme escena de torturas y suplicios: descuartizamientos, personas dentro de hornos cocinadas vivas y otras atenaceadas con pinzas.

A este tipo de discurso pictórico se le conoce como escatológico, y se refiere las ideas sobre “las últimas cosas”, la vida de ultratumba y el final de los tiempos, muy relacionado con la idea cristiano-medieval del infierno, definido extraordinariamente por George Minois como “la máquina más implacable, la más completa y la más desesperanzadora de triturar a los malvados que el genio humano haya podido jamás inventar”. Estas imágenes, al igual que las de Ixmiquilpan, tienen características indígenas, como la policromía y la ausencia de contornos delineados. Arturo Vergara Hernández, especialista del lugar, menciona que la explicación de su uso es compleja, ya que además de haber sido imágenes auxiliares de la evangelización y una forma de coacción mental, también pudieron responder a otras motivaciones específicas de su contexto y al fuerte choque cultural que dio lugar la llegada del cristianismo a la región: como las frecuentes hambrunas y epidemias interpretadas como castigos divinos, las circunstancias adversas de las misiones agustinas, los conflictos con el clero regular y la lucha contra la idolatría.

El pasado para comprender el presente

La historia del arte en México es un laboratorio extraordinario para comprender los procesos de mestizaje entre las culturas prehispánicas y la europea. Dos formas de comprender el mundo chocaron de frente, y aunque hubo una parte victoriosa, la visión de los sometidos sobrevivió discretamente, adoptando formas irreconocibles, infiltrándose para siempre en las creaciones de aquellos que los subyugaron y dando lugar a expresiones nuevas, que no eran ya ni completamente indígenas ni europeas.

Como estudiante de una licenciatura en historia estoy bastante acostumbrado a que me pregunten para qué sirve mi carrera. De hecho, yo mismo me he planteado la incógnita, e incluso he llevado la cuestión un paso delante preguntándome para qué sirve la historia en general. Me tranquiliza pensar que, como dice Gruzinski, el pasado del mundo nos ayuda a entender las periferias del actual Bombay, Los Ángeles y la Ciudad de México, hace dialogar al Renacimiento con los frailes novohispanos, al viejo mundo con el nuevo, para poder apreciar el presente.

 

*Este trabajo de difusión es el resultado de mi experiencia como estudiante en la práctica de campo del curso “Arte y cultura de los indígenas cristianos del siglo XVI”, perteneciente a la Licenciatura en Historia de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, e impartida por el Dr. José Luis Pérez Flores.

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Cómo calificar un altar de muertos | Columna de León García Lam

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VOLUTA IX.

La antropología (eso piensa una buena parte de la población) es una ciencia sin gran aplicación práctica. Sirve, entre otras muy pocas cosas, para determinar al ganador del concurso de altar de muertos que se organiza cada año en cada escuela de México. En mi flaco currículum, durante mis pininos profesionales se amontonan los reconocimientos que dicen más o menos así:

La escuela Bomberos Heroicos perteneciente al SEER otorga el presente reconocimiento al Mtro. (en ese mundo todos somos maestros) León García Lama por su valiosa participación como jurado en el TRADICIONAL CONCURSO DEL ALTAR DE MUERTOS “INNOVANDO NUESTRAS TRADICIONES”. Luego viene un lema como “El saber se forja con el conocimiento de cada día”, a 31 de octubre de (cualquier año entre 1997 y el 2012). Firman: autoridades escolares.

Por esa razón, estimadas y estimados tres lectores de la Voluta, les lego la sabiduría que se adquiere al ser jurado, año tras año, de la verdadera tradición de México que no es poner un altar, sino el concurso “para que no se pierdan las tradiciones”.

Bueno, no lo haré, sino hasta el próximo año (si es que) porque en este 2020, no se realizará ningún concurso “tradicional”, aunque paradójicamente es el año con más muertos que hemos tenido en la historia de México: 40,863 muertos por violencia; 139 153 por causas asociadas al COVID más los muertitos de causas “normales” dan la escalofriante y huesuda cifra de 193 170 muertes, dicho conservadoramente por las instituciones oficiales (CENAPRECE).

 

Cómo poner un altar de muertos

Lo más importante ya lo tenemos: los muertitos. Lo segundo más importante también: el hambre de tamales. Ponga una mesa y una caja pegados a la pared, simulando una pirámide de tres pisos que es una representación del mundo. ¿El mundo tiene tres pisos? Sí y trate de no hacer preguntas. Un altar digno presume dos características: cuida la simetría y está organizado en montones de 2, 3 y 4 cosas ¿por qué? Pues ya le dije: no haga preguntas. Usted ponga en las esquinas 3 naranjas, en un platito 4 tamales y otros tantos plátanos de alfeñique, 2 panes de muerto en cada lado de su altar. La lógica obedece así: si usted fuera muerto ¿qué necesitaría? Un chocolate, unos cigarritos (allá en el mundo de los muertos todos fuman, incluso los que murieron de enfisema), una cervecita, un camote, un dulce de chilacayote. La imagen es etérea como los recuerdos, una fotografía ayuda, no al difunto a reconocerse, sino a saber que las ofrendas son para él o para ella y que puede invitar a sus compitas. Se sabe de diálogos así:

–¿A ti qué te pusieron, tú?

–Unas guayabas, un vaso sin nada, otro con tierra, otro con agua y una veladora (quesque los cuatro elementos), un puño de sal y un caminito de cempasúchil.

–No, pus te fue bien, a mí no me pusieron nada, pero la chaviza se andaba pintando la cara como osos panda, que porque “es la tradición”.

–Acá pusieron tamalitos, taquitos de pastor, atole, cafecito, frutas y dulces.

–¿Dónde dónde?

 

La poesía

Nocturno en que habla la muerte

Xavier Villaurrutia

 

Si la muerte hubiera venido aquí, conmigo, a New Haven,

escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,

en el bolsillo de uno de mis trajes,

entre las páginas de un libro

como la señal que ya no me recuerda nada;

si mi muerte particular estuviera esperando

una fecha, un instante que sólo ella conoce

para decirme: “Aquí estoy.

Te he seguido como la sombra

que no es posible dejar así nomás en casa;

como un poco de aire cálido e invisible

mezclado al aire duro y frío que respiras;

como el recuerdo de lo que más quieres;

como el olvido, sí, como el olvido

que has dejado caer sobre las cosas

que no quisieras recordar ahora.

Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:

estoy tan cerca que no puedes verme,

estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.

Nada es el mar que como un dios quisiste

poner entre los dos;

nada es la tierra que los hombres miden

y por la que matan y mueren;

ni el sueño en que quisieras creer que vives

sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;

ni los días que cuentas

una vez y otra vez a todas horas,

ni las horas que matas con orgullo

sin pensar que renacen fuera de ti.

Nada son estas cosas ni los innumerables

lazos que me tendiste,

ni las infantiles argucias con que has querido dejarme

engañada, olvidada.

Aquí estoy, ¿no me sientes?

Abre los ojos; ciérralos, si quieres.”

 

Y me pregunto ahora,

si nadie entró en la pieza contigua,

¿quién cerró cautelosamente la puerta?

¿Qué misteriosa fuerza de gravedad

hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?

¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,

la voz de una mujer que habla en la calle?

 

Y al oprimir la pluma,

algo como la sangre late y circula en ella,

y siento que las letras desiguales

que escribo ahora,

más pequeñas, más trémulas, más débiles,

ya no son de mi mano solamente.

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LA ALEGRIA | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas.

«¿Sabes, Hump? –confiesa el héroe de una de las novelas de Gilbert K. Chesterton, el gran polemista inglés-, los hombres modernos tienen una idea muy equivocada de la vida. Parece que esperan de la naturaleza lo que ésta nunca ha prometido darles y, mientras tanto, destruyen todo aquello que en realidad les da.
En las iglesias ateas de Ivywood todos hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de alegría absoluta y de corazones que laten por todos, pero no por ello tienen un aspecto más alegre que los demás… Yo no sé si Dios entienda por felicidad el gozo que todo lo comprende y todo lo supera, pero Dios quiere que cada hombre tenga su alegría, y yo tengo toda la intención de no dejármela robar».

Para ser sincero, yo también he escuchado muchos discursos como el de las iglesias ateas de Ivywood, y no precisamente en las iglesias ateas de Ivywood; también yo he oído cientos de sermones que hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de corazones que laten por todos, y acaso no sólo los haya oído, sino tal vez incluso pronunciado. Lo que no sé es si modificando el texto de Chesterton y escribiendo «parroquias cristianas» allí donde él sólo dijo «iglesias ateas» cambiarían mucho las cosas.

Los cristianos hablamos de resurrección, de vida perdurable, de providencia o cuidado de Dios, de amor sin límites, pero no por eso vivimos más contentos. Todo parece indicar que los creyentes nos tomamos bien poco en serio lo que nos dicen nuestro pastores en sus –a menudo largos y muy aburridos- sermones. Sí, hemos de confesarlo bajando la cabeza: en nuestras iglesias, las homilías son saetas que esquivamos lo mejor que podemos… Cuenta Julien Green en un librito suyo titulado Liberté que hubo en París no hace mucho tiempo una dama de la alta sociedad que cada vez que iba a Misa advertía con severidad a su sirvienta: «Si el señor cura predica sobre la fe o sobre el perdón de los pecados, me dejas dormir; pero si habla de María Magdalena, me despiertas». Ella, como quiera que sea, iba a la iglesia únicamente a cumplir, y, por supuesto, a dormirse.

«Voy a definirle lo contrario de un pueblo cristiano –dice el párroco de Torcy en esa gran novela de Georges Bernanos que es su Diario de un cura rural-: lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos. Acaso me objete usted que la definición tiene muy poco de teológica, pero basta para hacer reflexionar a los caballeros que bostezan los domingos en Misa. ¡Claro que bostezan! No querrá que en media hora semanal, la Iglesia pueda enseñarles la alegría. E incluso si se supieran de memoria el Catecismo de Trento, no estarían probablemente más alegres».

Y sí, la verdad es que la fe debería tener el poder de hacernos más alegres, más sonrientes, menos hoscos. Un cristiano no debería atreverse a salir a la calle si antes no ve reflejado en el espejo un rostro resucitado.

Cuando, hace ya muchos años, leí por primera vez La farisea de François Mauriac, cómo se me quedó grabado lo que dijo uno de los personajes al referirse a una antipática señora que andaba por allí cerca y que se las daba de muy católica: «Lo que voy a decir puede asustarte, pero pienso que es mejor ser una bestia inmunda que tener la clase de virtud de Brigitte Pian». ¡Dios mío, qué frase más dura! Y; sin embargo, es preciso reconocerlo: sí, hay en este mundo gente muy católica, lo que se dice muy católica, pero al mismo tiempo muy insoportable y muy antipática. ¿Por qué se avergüenzan de mostrar un rostro atractivo y jovial? ¿Qué se lo impide?

A estas personas habría que recordarles lo que escribió una vez Andrew M. Greeley en uno de sus libros: «Las personas que creen en la resurrección deben ser gente alegre, y los cristianos católicos que tienen una visión relativamente más benigna de su naturaleza que nuestros hermanos separados, tienen que ser una congregación de gente más alegre, más jovial y más bromista. Todo lo que tengan de graves, de ásperos, de severos lo tienen de fallo como católicos… La Iglesia necesita hombres que tengan visión. Necesita hombres jubilosos, alegres y de corazón fuerte que caigan en la cuenta de que, a pesar de lo desesperada que pueda ser la situación, nunca se la debe permitir que se ponga seria; y aunque puedan extinguirse las luces, siempre hay esperanza de que vuelvan a encenderse». La excesiva severidad no siempre es signo de seriedad; a menudo es más bien muestra de una soberana estupidez.

San Pablo, poco antes de poner punto final a la carta que dirigió a los filipenses, les amonesta así: «Como cristianos, estén siempre alegres: se lo repito, estén alegres. Que todo el mundo note lo comprensivos que son. El Señor está cerca, no se angustien por nada» (4, 4). ¿Por qué esta insistencia del apóstol en cosas tan aparentemente secundarias como la alegría? ¿Por qué les dice una y otra vez que estén alegres? ¡Ah, bien sabía él lo propensos que somos los cristianos a dejarnos llevar por la tristeza y a andar por las calles de la vida mostrando un rostro de amargura!

¿Ha leído usted una famosa pieza teatral de Paul Claudel (1868-1955) titulada El padre humillado? Pues bien, en esta pieza hay una escena en la que el Papa envía este mensaje a Oriano de Homodannes: «Oriano, hijo mío, haz comprender a los hombres que no tienen otra cosa que hacer en el mundo que estar alegres. Hazles entender que la alegría que nosotros conocemos y estamos encargados de transmitir no es una palabra vaga o un insípido lugar común de sacristía, sino una noble, deslumbrante, íntima y profunda realidad, en cuya comparación lo demás no vale nada. Esta alegría es algo humilde, material, atrayente, como el pan que se apetece, como el vino que nos parece bueno, como el agua que nos hace morir cuando no nos la dan, como el fuego que quema, como la voz que resucita…».

¡Ah, sería necesario que el Papa nos enviase una carta en la que nos hablara largamente sobre la conveniencia de la alegría! No sé, tal vez sólo entonces nos la tomaríamos un poquito más en serio…

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Un cohete potosino para el padre de un robot pianista | J.R. Martínez/ Dr. Flash

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EL CRONOPIO.

El 14 de marzo de este dramático dos mil veinte, en pleno inicio de la crisis del coronavirus en San Luis Potosí, se lanzaba después de cuarenta y ocho años, un cohete en Cabo Tuna. El municipio de Charcas sería el testigo de esta histórica fecha, pues el cohete de combustible sólido Fénix 2, es uno de nueva generación que recupera el proceso histórico en el diseño de cohetes en el país y en especial en nuestro estado.

El cohete fue desarrollado por el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre y el Instituto de Física de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con ello Cabo Tuna vuelve a marcar hitos en la historia de la ciencia y tecnología mexicana.

El programa Cabo Tuna inició en 1957 en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con el lanzamiento del primer cohete diseñado y construido en México, el Física I, lanzado el 28 de diciembre de 1957. El programa tuvo un receso en 1972 y cuarenta y seis años después reinicia con el nuevo programa “Cabo Tuna, hacia un programa espacial mexicano”, impulsado por el Instituto de Física de la UASLP y el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre.

El cohete lanzado en Charcas lleva el nombre de Cohete Fénix I-2 “Alejandro Pedroza Meléndez”. Dedicado al Dr. Alejandro Pedroza Meléndez, por su contribución al desarrollo del área aeroespacial en México, así como a la tecnología mexicana.

Alejandro Pedroza Meléndez es un científico mexicano nacido en Villa de Arriaga, San Luis Potosí, se formó en el Instituto Politécnico Nacional y posteriormente ingresó como investigador en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla donde fundó el Laboratorio de Semiconductores, ahí, bajo su dirección, se construyeron una gran cantidad de dispositivos biomédicos y donde se desarrollaron las primeras celdas solares con calidad espacial en el país. Fundó además el Laboratorio de Microelectrónica, que fue un referente para el desarrollo de la microelectrónica en México; en dicho laboratorio se diseñó y construyó con tecnología nacional, la instrumentación necesaria para la fabricación de microcircuitos. Después se creó la sección de bioelectrónica para aplicarlos a instrumentos médicos.

A los microcircuitos fabricados en el Laboratorio se les dio una aplicación social inmediata en las primeras manos biónicas mexicanas, en los primeros estimuladores óseos mexicanos y en los primeros marcapasos mexicanos.

Alejandro Pedroza y su equipo desarrollaron los primeros microprocesadores en México, con los cuales fue construido el famoso Robot Pianista “Don Cuco el Guapo”, que en la década de los noventa visitó varias veces San Luis Potosí, ofreciendo conciertos en el Teatro de la Paz y en el teatro Carlos Amador, dentro de nuestros eventos de divulgación científica.

Fue director del programa de desarrollo del primer satélite experimental mexicano SATEX-I, donde participaron más de setenta investigadores de once instituciones de educación superior del país.

Alejandro ha recibido reconocimientos en su estado natal: Trayectoria de Éxito en el 2015 y Científicos Potosinos en 1994, en el marco del IV Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia que nos tocó organizar, aquí en San Luis Potosí.

Por toda esta labor en beneficio de la sociedad mexicana, por el camino de la ciencia y la tecnología, se le asignó su nombre al cohete Fénix que perturbara el apacible cielo del altiplano potosino hace siete meses.

 

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