julio 12, 2025

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#Si Sostenido

Soberbia | Columna de Juan Jesús Priego

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PALABRAS minúsculas

 

La soberbia, dice el dominico Melchor Cano (1509-1560) en su Tratado de la victoria de sí mismo, es «el apetito desordenado de la propia excelencia». El soberbio quiere ser siempre el primero en todo. Cuando toma la palabra (acaso el verbo arrebatar y no tomar sea en su caso el más apropiado), no hace otra cosa que referirse a lo único de lo que vale la pena hablar en este mundo: él mismo. Apenas su interlocutor abre la boca, el soberbio lo interrumpe para decir: «Eso no es nada. Yo…». Ni lo deja hablar ni toma en serio nada de lo que dice. Y si por alguna extraña razón lo deja pronunciar más de dos frases seguidas, el soberbio no lo escucha, pues se encuentra pensando en lo que replicará a continuación.

Sus diálogos no son en el fondo más que monólogos alguna vez interrumpidos. Así como todos los caminos llevan a Roma, así todas sus conversaciones llevan a él. Al final, los demás lo escuchan por pura compasión si no es que por obligación, pero, en todo caso, nunca por gusto. Como el pez, este infortunado muere siempre por su propia boca.

La soberbia, decía Casiano, es el más sutil de los vicios capitales, y es por esto: «A unos –explica- insufló el orgullo porque son pacientes y sufridos en el trabajo; a otros, porque son prontos en la obediencia; a aquéllos, porque superan en humildad a los demás. Tienta a éste por su ciencia, a aquél por sus lecturas, a un tercero por la duración prolongada de sus vigilias… En suma, los otros vicios se oponen claramente a las virtudes contrarias y hacen la guerra frente a frente y cara a cara. Por eso contamos con mayor facilidad para vencerlas, así como para ponernos en guardia contra ellas. Pero ésta se desliza insensiblemente y se confunde con las virtudes» (Instituciones XI, 6-8).

El soberbio es siempre el más inteligente, el más astuto y el menos ordinario de los seres que se mueven por las autopistas del planeta. Si alguna vez habla de su «pobre persona», lo hace únicamente para fingir una humildad que no posee, para suscitar una simpatía que en el fondo le será siempre negada.

«-¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡He aquí la visita de un admirador! –dijo el vanidoso agitando su sombrero cuando vio llegar al Principito. (El Principito buscaba un amigo y lo que encontró fue un hombre que sólo quería aplausos).
»-Buenos días –dijo el Principito-. Tienes un sombrero extraño.
»-Es para saludar –respondió el vanidoso-. Es para saludar cuando me aclaman… Golpea tus manos una contra la otra.
»El Principito golpeó sus manos una contra la otra. El vanidoso saludó humildemente, levantando su sombrero.
»-¿Verdaderamente me admiras mucho? –preguntó el vanidoso.
»-¿Qué significa admirar?
»-Admirar significa reconocer que yo soy el hombre más hermoso, el mejor vestido, el más rico y el más inteligente del planeta.
»-¡Pero tú estás solo en tu planeta!
»-Dame ese gusto. ¡Admírame, no obstante!
»-Te admiro –dijo el Principito. Y se fue».

¿Quién podía estarse allí toda la vida aplaudiendo? Si el vanidoso se hubiera olvidado de sí mismo aunque sólo fuera por un día, o por unas cuantas horas, otro habría sido el final de la historia: el Principito lo recordaría después con ternura y acaso también con frecuencia. Pero el hombre no quería amigos, sino sólo adoradores. Y el Principito se fue. Y el vanidoso se quedó solo: como siempre acaba sucediendo con los de su raza.

Aparte de llevar a la soledad y a la mentira, la soberbia lleva también a la envidia y a la ira. «¿Cómo es que este hombre insignificante ha llegado a ser mi superior? ¡No es posible, me rebelo ante semejante injusticia!», dice el envidioso casi al punto de la histeria. Le es difícil aceptar que otro que no sea él haya podido llegar a semejantes alturas. Después de tales reflexiones se deja llevar como un niño por los raíles de la maledicencia y el bisbiseo. «¿A qué no saben ustedes cómo discurre la vida privada de nuestro querido jefe? Pues bien, déjenme decirles algo de lo que acabo de enterarme…». Es la única manera que tiene de vengarse de él por ser tan afortunado.

Pero pensemos en esto: antes de que el soberbio llegara a este mundo, la gente se las arreglaba bastante bien para vivir sin él; cuando se vaya, igual de bien se las arreglará: he aquí una verdad que haría muy bien en tomar en cuenta. Existe la muerte, ese «lecho donde todos tienen que acostarse», que decía Sófocles. ¿Y no es verdad que morir significa de alguna manera ser olvidados? Pues bien, ¿quién se acordará de nuestro personaje al cabo de diez, veinte o cincuenta años? Todas sus palabras se habrán ido con el viento, y de su fisonomía, por muy bella que haya sido, no quedará sino un recuerdo bastante borroso e impreciso. Contra soberbia, humildad, decían los antiguos catecismos. La palabra humildad viene de humus, que significa polvo. Hombre humilde no es el que se pasa la vida mirando al suelo, sino el que sabe que está hecho de polvo y que al polvo volverá: que en esta vida no es más que un peregrino al que un día u otro le será revocado el exilio y tendrá que volver a la casa de la que una vez salió. Entonces, por lo menos aquí, será como uno de esos soldados que lucharon en la guerra de Troya al que ya nadie recuerda, y de ese yo que tan sublime parecía nadie hablará más. Nadie. Todos lo habrán olvidado. Es una lástima, sí, pero ¿qué le vamos a hacer si así es la vida?

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Cómo calificar un altar de muertos | Columna de León García Lam

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VOLUTA IX.

La antropología (eso piensa una buena parte de la población) es una ciencia sin gran aplicación práctica. Sirve, entre otras muy pocas cosas, para determinar al ganador del concurso de altar de muertos que se organiza cada año en cada escuela de México. En mi flaco currículum, durante mis pininos profesionales se amontonan los reconocimientos que dicen más o menos así:

La escuela Bomberos Heroicos perteneciente al SEER otorga el presente reconocimiento al Mtro. (en ese mundo todos somos maestros) León García Lama por su valiosa participación como jurado en el TRADICIONAL CONCURSO DEL ALTAR DE MUERTOS “INNOVANDO NUESTRAS TRADICIONES”. Luego viene un lema como “El saber se forja con el conocimiento de cada día”, a 31 de octubre de (cualquier año entre 1997 y el 2012). Firman: autoridades escolares.

Por esa razón, estimadas y estimados tres lectores de la Voluta, les lego la sabiduría que se adquiere al ser jurado, año tras año, de la verdadera tradición de México que no es poner un altar, sino el concurso “para que no se pierdan las tradiciones”.

Bueno, no lo haré, sino hasta el próximo año (si es que) porque en este 2020, no se realizará ningún concurso “tradicional”, aunque paradójicamente es el año con más muertos que hemos tenido en la historia de México: 40,863 muertos por violencia; 139 153 por causas asociadas al COVID más los muertitos de causas “normales” dan la escalofriante y huesuda cifra de 193 170 muertes, dicho conservadoramente por las instituciones oficiales (CENAPRECE).

 

Cómo poner un altar de muertos

Lo más importante ya lo tenemos: los muertitos. Lo segundo más importante también: el hambre de tamales. Ponga una mesa y una caja pegados a la pared, simulando una pirámide de tres pisos que es una representación del mundo. ¿El mundo tiene tres pisos? Sí y trate de no hacer preguntas. Un altar digno presume dos características: cuida la simetría y está organizado en montones de 2, 3 y 4 cosas ¿por qué? Pues ya le dije: no haga preguntas. Usted ponga en las esquinas 3 naranjas, en un platito 4 tamales y otros tantos plátanos de alfeñique, 2 panes de muerto en cada lado de su altar. La lógica obedece así: si usted fuera muerto ¿qué necesitaría? Un chocolate, unos cigarritos (allá en el mundo de los muertos todos fuman, incluso los que murieron de enfisema), una cervecita, un camote, un dulce de chilacayote. La imagen es etérea como los recuerdos, una fotografía ayuda, no al difunto a reconocerse, sino a saber que las ofrendas son para él o para ella y que puede invitar a sus compitas. Se sabe de diálogos así:

–¿A ti qué te pusieron, tú?

–Unas guayabas, un vaso sin nada, otro con tierra, otro con agua y una veladora (quesque los cuatro elementos), un puño de sal y un caminito de cempasúchil.

–No, pus te fue bien, a mí no me pusieron nada, pero la chaviza se andaba pintando la cara como osos panda, que porque “es la tradición”.

–Acá pusieron tamalitos, taquitos de pastor, atole, cafecito, frutas y dulces.

–¿Dónde dónde?

 

La poesía

Nocturno en que habla la muerte

Xavier Villaurrutia

 

Si la muerte hubiera venido aquí, conmigo, a New Haven,

escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,

en el bolsillo de uno de mis trajes,

entre las páginas de un libro

como la señal que ya no me recuerda nada;

si mi muerte particular estuviera esperando

una fecha, un instante que sólo ella conoce

para decirme: “Aquí estoy.

Te he seguido como la sombra

que no es posible dejar así nomás en casa;

como un poco de aire cálido e invisible

mezclado al aire duro y frío que respiras;

como el recuerdo de lo que más quieres;

como el olvido, sí, como el olvido

que has dejado caer sobre las cosas

que no quisieras recordar ahora.

Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:

estoy tan cerca que no puedes verme,

estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.

Nada es el mar que como un dios quisiste

poner entre los dos;

nada es la tierra que los hombres miden

y por la que matan y mueren;

ni el sueño en que quisieras creer que vives

sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;

ni los días que cuentas

una vez y otra vez a todas horas,

ni las horas que matas con orgullo

sin pensar que renacen fuera de ti.

Nada son estas cosas ni los innumerables

lazos que me tendiste,

ni las infantiles argucias con que has querido dejarme

engañada, olvidada.

Aquí estoy, ¿no me sientes?

Abre los ojos; ciérralos, si quieres.”

 

Y me pregunto ahora,

si nadie entró en la pieza contigua,

¿quién cerró cautelosamente la puerta?

¿Qué misteriosa fuerza de gravedad

hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?

¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,

la voz de una mujer que habla en la calle?

 

Y al oprimir la pluma,

algo como la sangre late y circula en ella,

y siento que las letras desiguales

que escribo ahora,

más pequeñas, más trémulas, más débiles,

ya no son de mi mano solamente.

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LA ALEGRIA | Columna de Juan Jesús Priego

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LETRAS minúsculas.

«¿Sabes, Hump? –confiesa el héroe de una de las novelas de Gilbert K. Chesterton, el gran polemista inglés-, los hombres modernos tienen una idea muy equivocada de la vida. Parece que esperan de la naturaleza lo que ésta nunca ha prometido darles y, mientras tanto, destruyen todo aquello que en realidad les da.
En las iglesias ateas de Ivywood todos hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de alegría absoluta y de corazones que laten por todos, pero no por ello tienen un aspecto más alegre que los demás… Yo no sé si Dios entienda por felicidad el gozo que todo lo comprende y todo lo supera, pero Dios quiere que cada hombre tenga su alegría, y yo tengo toda la intención de no dejármela robar».

Para ser sincero, yo también he escuchado muchos discursos como el de las iglesias ateas de Ivywood, y no precisamente en las iglesias ateas de Ivywood; también yo he oído cientos de sermones que hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de corazones que laten por todos, y acaso no sólo los haya oído, sino tal vez incluso pronunciado. Lo que no sé es si modificando el texto de Chesterton y escribiendo «parroquias cristianas» allí donde él sólo dijo «iglesias ateas» cambiarían mucho las cosas.

Los cristianos hablamos de resurrección, de vida perdurable, de providencia o cuidado de Dios, de amor sin límites, pero no por eso vivimos más contentos. Todo parece indicar que los creyentes nos tomamos bien poco en serio lo que nos dicen nuestro pastores en sus –a menudo largos y muy aburridos- sermones. Sí, hemos de confesarlo bajando la cabeza: en nuestras iglesias, las homilías son saetas que esquivamos lo mejor que podemos… Cuenta Julien Green en un librito suyo titulado Liberté que hubo en París no hace mucho tiempo una dama de la alta sociedad que cada vez que iba a Misa advertía con severidad a su sirvienta: «Si el señor cura predica sobre la fe o sobre el perdón de los pecados, me dejas dormir; pero si habla de María Magdalena, me despiertas». Ella, como quiera que sea, iba a la iglesia únicamente a cumplir, y, por supuesto, a dormirse.

«Voy a definirle lo contrario de un pueblo cristiano –dice el párroco de Torcy en esa gran novela de Georges Bernanos que es su Diario de un cura rural-: lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos. Acaso me objete usted que la definición tiene muy poco de teológica, pero basta para hacer reflexionar a los caballeros que bostezan los domingos en Misa. ¡Claro que bostezan! No querrá que en media hora semanal, la Iglesia pueda enseñarles la alegría. E incluso si se supieran de memoria el Catecismo de Trento, no estarían probablemente más alegres».

Y sí, la verdad es que la fe debería tener el poder de hacernos más alegres, más sonrientes, menos hoscos. Un cristiano no debería atreverse a salir a la calle si antes no ve reflejado en el espejo un rostro resucitado.

Cuando, hace ya muchos años, leí por primera vez La farisea de François Mauriac, cómo se me quedó grabado lo que dijo uno de los personajes al referirse a una antipática señora que andaba por allí cerca y que se las daba de muy católica: «Lo que voy a decir puede asustarte, pero pienso que es mejor ser una bestia inmunda que tener la clase de virtud de Brigitte Pian». ¡Dios mío, qué frase más dura! Y; sin embargo, es preciso reconocerlo: sí, hay en este mundo gente muy católica, lo que se dice muy católica, pero al mismo tiempo muy insoportable y muy antipática. ¿Por qué se avergüenzan de mostrar un rostro atractivo y jovial? ¿Qué se lo impide?

A estas personas habría que recordarles lo que escribió una vez Andrew M. Greeley en uno de sus libros: «Las personas que creen en la resurrección deben ser gente alegre, y los cristianos católicos que tienen una visión relativamente más benigna de su naturaleza que nuestros hermanos separados, tienen que ser una congregación de gente más alegre, más jovial y más bromista. Todo lo que tengan de graves, de ásperos, de severos lo tienen de fallo como católicos… La Iglesia necesita hombres que tengan visión. Necesita hombres jubilosos, alegres y de corazón fuerte que caigan en la cuenta de que, a pesar de lo desesperada que pueda ser la situación, nunca se la debe permitir que se ponga seria; y aunque puedan extinguirse las luces, siempre hay esperanza de que vuelvan a encenderse». La excesiva severidad no siempre es signo de seriedad; a menudo es más bien muestra de una soberana estupidez.

San Pablo, poco antes de poner punto final a la carta que dirigió a los filipenses, les amonesta así: «Como cristianos, estén siempre alegres: se lo repito, estén alegres. Que todo el mundo note lo comprensivos que son. El Señor está cerca, no se angustien por nada» (4, 4). ¿Por qué esta insistencia del apóstol en cosas tan aparentemente secundarias como la alegría? ¿Por qué les dice una y otra vez que estén alegres? ¡Ah, bien sabía él lo propensos que somos los cristianos a dejarnos llevar por la tristeza y a andar por las calles de la vida mostrando un rostro de amargura!

¿Ha leído usted una famosa pieza teatral de Paul Claudel (1868-1955) titulada El padre humillado? Pues bien, en esta pieza hay una escena en la que el Papa envía este mensaje a Oriano de Homodannes: «Oriano, hijo mío, haz comprender a los hombres que no tienen otra cosa que hacer en el mundo que estar alegres. Hazles entender que la alegría que nosotros conocemos y estamos encargados de transmitir no es una palabra vaga o un insípido lugar común de sacristía, sino una noble, deslumbrante, íntima y profunda realidad, en cuya comparación lo demás no vale nada. Esta alegría es algo humilde, material, atrayente, como el pan que se apetece, como el vino que nos parece bueno, como el agua que nos hace morir cuando no nos la dan, como el fuego que quema, como la voz que resucita…».

¡Ah, sería necesario que el Papa nos enviase una carta en la que nos hablara largamente sobre la conveniencia de la alegría! No sé, tal vez sólo entonces nos la tomaríamos un poquito más en serio…

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#Si Sostenido

Un cohete potosino para el padre de un robot pianista | J.R. Martínez/ Dr. Flash

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EL CRONOPIO.

El 14 de marzo de este dramático dos mil veinte, en pleno inicio de la crisis del coronavirus en San Luis Potosí, se lanzaba después de cuarenta y ocho años, un cohete en Cabo Tuna. El municipio de Charcas sería el testigo de esta histórica fecha, pues el cohete de combustible sólido Fénix 2, es uno de nueva generación que recupera el proceso histórico en el diseño de cohetes en el país y en especial en nuestro estado.

El cohete fue desarrollado por el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre y el Instituto de Física de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con ello Cabo Tuna vuelve a marcar hitos en la historia de la ciencia y tecnología mexicana.

El programa Cabo Tuna inició en 1957 en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, con el lanzamiento del primer cohete diseñado y construido en México, el Física I, lanzado el 28 de diciembre de 1957. El programa tuvo un receso en 1972 y cuarenta y seis años después reinicia con el nuevo programa “Cabo Tuna, hacia un programa espacial mexicano”, impulsado por el Instituto de Física de la UASLP y el Instituto Mexicano del Espacio Ultraterrestre.

El cohete lanzado en Charcas lleva el nombre de Cohete Fénix I-2 “Alejandro Pedroza Meléndez”. Dedicado al Dr. Alejandro Pedroza Meléndez, por su contribución al desarrollo del área aeroespacial en México, así como a la tecnología mexicana.

Alejandro Pedroza Meléndez es un científico mexicano nacido en Villa de Arriaga, San Luis Potosí, se formó en el Instituto Politécnico Nacional y posteriormente ingresó como investigador en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla donde fundó el Laboratorio de Semiconductores, ahí, bajo su dirección, se construyeron una gran cantidad de dispositivos biomédicos y donde se desarrollaron las primeras celdas solares con calidad espacial en el país. Fundó además el Laboratorio de Microelectrónica, que fue un referente para el desarrollo de la microelectrónica en México; en dicho laboratorio se diseñó y construyó con tecnología nacional, la instrumentación necesaria para la fabricación de microcircuitos. Después se creó la sección de bioelectrónica para aplicarlos a instrumentos médicos.

A los microcircuitos fabricados en el Laboratorio se les dio una aplicación social inmediata en las primeras manos biónicas mexicanas, en los primeros estimuladores óseos mexicanos y en los primeros marcapasos mexicanos.

Alejandro Pedroza y su equipo desarrollaron los primeros microprocesadores en México, con los cuales fue construido el famoso Robot Pianista “Don Cuco el Guapo”, que en la década de los noventa visitó varias veces San Luis Potosí, ofreciendo conciertos en el Teatro de la Paz y en el teatro Carlos Amador, dentro de nuestros eventos de divulgación científica.

Fue director del programa de desarrollo del primer satélite experimental mexicano SATEX-I, donde participaron más de setenta investigadores de once instituciones de educación superior del país.

Alejandro ha recibido reconocimientos en su estado natal: Trayectoria de Éxito en el 2015 y Científicos Potosinos en 1994, en el marco del IV Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia que nos tocó organizar, aquí en San Luis Potosí.

Por toda esta labor en beneficio de la sociedad mexicana, por el camino de la ciencia y la tecnología, se le asignó su nombre al cohete Fénix que perturbara el apacible cielo del altiplano potosino hace siete meses.

 

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